
Resumen
La adicción a la cocaína constituye un problema de salud pública global con implicaciones neurobiológicas, psicológicas y sociales complejas. Este artículo examina sus causas desde tres niveles interrelacionados: (1) los mecanismos neurobiológicos implicados en la dependencia y compulsión al consumo, (2) la influencia del contexto sociocultural en la iniciación y mantenimiento de la conducta adictiva, y (3) la agencia psicológica del individuo en la configuración de su relación con la sustancia. Asimismo, se exploran abordajes terapéuticos que combinan intervenciones basadas en evidencia, como la terapia cognitivo-conductual y el psicoanálisis, con terapias complementarias, entre las que se incluyen talleres de escritura, musicoterapia, yoga y mindfulness, dentro de un equipo multidisciplinar. Se argumenta que la integración de estas perspectivas favorece una comprensión más amplia del fenómeno y optimiza las estrategias de intervención.
Palabras clave: cocaína, adicción, neurobiología, sociocultural, agencia, tratamiento multidisciplinar.
Introducción
La cocaína es un estimulante del sistema nervioso central con alto potencial adictivo, cuyo consumo ha mostrado un incremento sostenido en diferentes regiones del mundo, especialmente en Europa y América (United Nations Office on Drugs and Crime [UNODC], 2024). El abordaje de esta problemática requiere superar visiones reduccionistas y considerar la interacción entre factores biológicos, psicológicos y sociales. Este trabajo propone un modelo en capas para comprender la adicción a la cocaína y plantea un marco de intervención que articule terapias basadas en evidencia con prácticas complementarias.
Causas de la adicción a la cocaína
Capa neurobiológica
La adicción a la cocaína implica alteraciones neurobiológicas profundas en circuitos de recompensa, control ejecutivo y estrés emocional. La cocaína bloquea el transportador de dopamina (DAT), lo que provoca una acumulación sináptica masiva en regiones como el núcleo accumbens, consolidando el circuito de recompensa (Koob & Volkow, 2016). Además, reduce la disponibilidad de receptores D2 en la corteza prefrontal medial, alterando la regulación ejecutiva (Martínez-Rivera et al., 2021).
La conectividad funcional entre regiones límbicas y corticales se modifica, favoreciendo la sobrerreacción a señales asociadas a la droga frente a recompensas naturales. Asimismo, la desregulación del eje hipotálamo–hipófisis–adrenal (HPA) incrementa la vulnerabilidad a la recaída bajo estrés (Lopez-Gamundi et al., 2023).
Estos cambios no solo generan una respuesta aguda de placer, sino que reconfiguran crónicamente la arquitectura cerebral, perpetuando la priorización del estímulo droga sobre otras motivaciones.
Capa sociocultural
El consumo de cocaína está inserto en redes de sentido y contextos sociales que influyen decisivamente en su inicio y mantenimiento. En entornos de ocio nocturno y subculturas urbanas, la cocaína se asocia con estatus, éxito o creatividad, lo que reduce la percepción del riesgo (Lunde & Lund, 2024).
Las narrativas culturales que la presentan como catalizador creativo o signo de pertenencia a élites refuerzan su legitimidad simbólica. En contextos marginalizados, puede actuar como elemento de integración o afrontamiento ante realidades de exclusión.
Factores estructurales como la disponibilidad, la presión de pares y las normas de género también condicionan su uso (Nyoni et al., 2024). La “normalización” del consumo en ciertos entornos refuerza la integración de la cocaína en prácticas sociales, afectando la percepción de daño y la decisión de consumo.
Capa psicológica y agencia del individuo
Desde la psicología, la adicción a la cocaína se vincula con vulnerabilidades individuales y con la capacidad de agencia, entendida como la facultad de tomar decisiones intencionales (Bandura, 2006).
El inicio del consumo puede responder a la búsqueda de estimulación, evasión del malestar o compensación de una autoestima frágil. Estilos de apego inseguros aumentan la probabilidad de regular emociones mediante sustancias (Mikulincer & Shaver, 2016).
La comorbilidad psiquiátrica es frecuente: depresión, trastorno de estrés postraumático, trastornos de ansiedad y TDAH son comunes entre consumidores de cocaína (Håkansson et al., 2024; Wilens et al., 2023). En el caso del TDAH, la prevalencia alcanza hasta el 25 % y aumenta el riesgo y la gravedad del trastorno por uso de cocaína.
La adicción puede erosionar la capacidad de autodeterminación, pero la intervención terapéutica puede restaurarla, trabajando la planificación, la regulación emocional y la reconstrucción del sentido de sí mismo como agente activo de su vida.
Tratamiento desde equipos multidisciplinares
El abordaje terapéutico de la adicción a la cocaína exige una respuesta que vaya más allá de intervenciones aisladas, adoptando un modelo multidisciplinar que contemple las dimensiones biológica, psicológica y social del trastorno. La evidencia científica disponible respalda que los programas más eficaces son aquellos que integran, de forma coordinada, diferentes disciplinas clínicas y psicosociales, incluyendo tanto las terapias basadas en evidencia como intervenciones complementarias que favorecen la adherencia y el bienestar global del paciente (NIDA, 2023).
En el núcleo de este modelo se encuentran profesionales que aportan perspectivas y competencias diversas: el psiquiatra, responsable de la valoración médica, el manejo farmacológico y el seguimiento de la salud física y mental; el psicólogo clínico, encargado de implementar estrategias psicoterapéuticas adaptadas al perfil del paciente; el terapeuta ocupacional, que orienta la recuperación funcional y el desarrollo de hábitos saludables; el trabajador social, que interviene en los determinantes sociales de la salud y gestiona recursos comunitarios; y los facilitadores de terapias expresivas o corporales, que amplían el espectro de posibilidades terapéuticas. El trabajo conjunto se articula en torno a un plan de tratamiento consensuado, revisado periódicamente en reuniones clínicas, donde cada disciplina aporta su visión para ajustar los objetivos y estrategias según la evolución del paciente.
Entre las intervenciones psicoterapéuticas, la terapia cognitivo-conductual (TCC) ha acumulado el mayor respaldo empírico en el tratamiento de la dependencia a la cocaína (Carroll & Onken, 2005; Magill et al., 2019). Su utilidad radica en su capacidad para identificar y modificar creencias disfuncionales, desarrollar habilidades de afrontamiento ante situaciones de riesgo y consolidar estrategias de prevención de recaídas. En paralelo, la psicoterapia psicodinámica y el psicoanálisis ofrecen un espacio para explorar los significados inconscientes que el paciente atribuye a la sustancia, desentrañando vínculos con experiencias tempranas, conflictos internos y patrones de repetición que sostienen el consumo. En estos enfoques, la transferencia y la contratransferencia se convierten en herramientas para elaborar de forma simbólica aquello que antes se expresaba en el acto compulsivo.
Junto a estos modelos, las llamadas terapias de tercera generación, como la prevención de recaídas basada en mindfulness (MBRP) o la terapia de aceptación y compromiso (ACT), han mostrado un impacto positivo en la reducción del craving y en la mejora de la regulación emocional, favoreciendo una mayor flexibilidad psicológica y una relación más consciente con la experiencia interna (Bowen et al., 2014; Hayes et al., 2011). Aunque actualmente no existe un fármaco aprobado específicamente para el tratamiento de la dependencia de cocaína, algunos agentes como el modafinilo, el disulfiram o los antidepresivos se utilizan en determinados casos para mitigar el craving o abordar comorbilidades ansioso-depresivas, siempre bajo estricta supervisión médica.
El valor añadido del modelo multidisciplinar reside en su capacidad para integrar, junto a las intervenciones clínicas convencionales, una serie de prácticas complementarias que, si bien no sustituyen a las terapias principales, enriquecen el proceso de rehabilitación y refuerzan la motivación intrínseca del paciente. Talleres de escritura terapéutica permiten narrar y resignificar experiencias vitales; la musicoterapia actúa sobre el sistema límbico, modulando el estado de ánimo y fortaleciendo el sentido de pertenencia; el yoga y el mindfulness favorecen la conexión cuerpo–mente, la autorregulación fisiológica y la reducción de la reactividad al estrés; mientras que las artes plásticas o el teatro terapéutico facilitan la expresión simbólica y el ensayo de roles más saludables.
Estas intervenciones se complementan con programas de reinserción laboral y educativa, acciones dirigidas a fortalecer las redes de apoyo y trabajo específico con las familias, con el fin de modificar dinámicas disfuncionales y mejorar la comunicación. Todo ello se desarrolla en un marco de coordinación real, en el que la información clínica se comparte entre los miembros del equipo, los objetivos se definen de forma conjunta y el progreso se evalúa mediante instrumentos validados.
En definitiva, el tratamiento multidisciplinar no se limita a la suma de intervenciones, sino que constituye una red de acción sinérgica capaz de atender las múltiples dimensiones de la adicción a la cocaína. Al abordar simultáneamente los factores neurobiológicos, las vulnerabilidades psicológicas y los condicionantes sociales, este modelo aumenta las probabilidades de éxito terapéutico y de sostenimiento de la abstinencia a largo plazo, al tiempo que favorece la reconstrucción del sentido de agencia y la reintegración plena del individuo en su entorno.
Discusión
La comprensión multidimensional de la adicción a la cocaína, articulada en torno a las capas neurobiológica, sociocultural y psicológica, permite superar las limitaciones de los modelos unifactoriales y abre la puerta a intervenciones más ajustadas a la realidad del paciente. Desde la perspectiva neurobiológica, se reconoce que los cambios en los circuitos de recompensa y control inhibitorio no solo son una consecuencia del consumo, sino que también constituyen un factor de perpetuación de la conducta adictiva. Esta constatación tiene implicaciones clínicas relevantes: no basta con apelar a la voluntad o a la motivación del paciente; es necesario diseñar intervenciones que modifiquen la reactividad al estímulo droga y fortalezcan las funciones ejecutivas.
Por otro lado, la capa sociocultural subraya que el consumo de cocaína no es un acto aislado, sino que se inscribe en redes de significados, normas y dinámicas de poder. Esto implica que la prevención y el tratamiento deben incluir estrategias que cuestionen las narrativas culturales que legitiman o banalizan el consumo, así como intervenciones que reduzcan la exposición a contextos de alto riesgo.
La dimensión psicológica, centrada en la agencia del individuo, recuerda que, incluso en presencia de alteraciones neurobiológicas y presiones sociales, las personas mantienen cierto margen para redefinir sus conductas. El reto clínico radica en identificar y fortalecer estos espacios de agencia, ayudando al paciente a recuperar un sentido de control y propósito.
El tratamiento multidisciplinar aparece como la respuesta más coherente a esta complejidad. Sin embargo, su implementación no está exenta de desafíos: la coordinación efectiva entre profesionales, la adaptación cultural de las intervenciones y la sostenibilidad de los recursos a largo plazo son retos que deben abordarse para garantizar su eficacia. Además, aunque las terapias complementarias muestran beneficios prometedores, su integración sistemática en programas basados en evidencia aún requiere más estudios controlados que respalden su eficacia específica en la adicción a la cocaína.
Futuras líneas de investigación deberían explorar intervenciones que combinen neuroestimulación, psicoterapia y terapias complementarias, así como el uso de tecnologías de seguimiento y apoyo en tiempo real. También sería valioso profundizar en el estudio de cómo las variables culturales y de género modulan la respuesta al tratamiento, para avanzar hacia modelos más personalizados y culturalmente sensibles.
En definitiva, este análisis refuerza la idea de que comprender y tratar la adicción a la cocaína implica reconocer la interacción dinámica entre biología, cultura y subjetividad, y que el éxito terapéutico dependerá de nuestra capacidad para integrar estas dimensiones en un marco clínico coherente, coordinado y sostenible.
Conclusiones y perspectivas futuras
Comprender la adicción a la cocaína exige mantener una mirada sistémica y dinámica: los circuitos neurobiológicos de recompensa y control, las tramas socioculturales que normalizan o penalizan el consumo, y la agencia psicológica que se erosiona pero puede reconstruirse, no operan como capas aisladas, sino como un sistema acoplado que se retroalimenta. Esta lectura integrada no solo mejora la explicación del fenómeno, sino que orienta con mayor precisión las decisiones clínicas y las políticas públicas.
En el plano biomédico, el futuro pasa por una medicina de las adicciones de precisión. La combinación de biomarcadores (neuroimagen funcional, perfiles inflamatorios, medidas del eje HPA, epigenética) con fenotipado digital (datos de uso del móvil, patrones de sueño/actividad en wearables, autorregistros ecológicos) permitirá estratificar riesgos, anticipar recaídas y ajustar tratamientos en tiempo real. Modelos de aprendizaje automático, bien gobernados y transparentes, podrían apoyar decisiones clínicas complejas, por ejemplo, cuándo intensificar una intervención o cuándo priorizar la gestión del estrés frente al entrenamiento de habilidades. Este salto técnico deberá ir acompañado de medición sistemática de resultados más allá de la abstinencia: calidad de vida, funcionamiento social y capital de recuperación.
En el terreno terapéutico, se consolidará la hibridación de marcos: TCC y prevención de recaídas seguirán siendo eje, pero integradas con terapias de tercera ola (MBRP, ACT) y con psicoterapia psicodinámica cuando la historia del paciente lo requiera. La gestión de contingencias, una de las intervenciones conductuales con mejor evidencia para cocaína, tendrá que escalarse con soporte digital y con modelos de incentivos éticos y sostenibles. En paralelo, las neuro modulaciones (p. ej., estimulación magnética transcraneal dirigida a redes frontales) y nuevos candidatos farmacológicos (moduladores dopaminérgicos, TAAR1, combinaciones racionales para comorbilidad) requieren ensayos robustos y comparativos frente a estándares. Campos emergentes como la psicoterapia asistida con psicodélicos se deben evaluar con rigor metodológico, protocolos de seguridad estrictos y criterios de inclusión bien delimitados, evitando extrapolaciones prematuras.
Ninguna innovación biomédica será suficiente si se desatienden los determinantes sociales. La reducción de daños, las intervenciones sensibles al género y a la cultura, la protección frente a adulterantes peligrosos y la disminución del estigma son palancas con impacto poblacional. Políticas de salud pública que prioricen acceso temprano, vías integradas de atención y soporte social efectivo son tan terapéuticas como una técnica psicoterapéutica bien aplicada. Aquí, la noción de capital de recuperación (recursos personales, sociales y comunitarios que sostienen el cambio) debería convertirse en un objetivo explícito de los programas.
En cuanto a organización de servicios, el futuro apunta a modelos escalonados e híbridos: atención presencial combinada con telepsicología, monitorización remota del craving y check-ins breves entre sesiones para mantener adherencia. Equipos multidisciplinares apoyados por copilotos de IA pueden reducir carga administrativa, detectar señales tempranas de riesgo y facilitar la coordinación; pero su adopción exige marcos éticos sólidos, protección de datos, auditorías de sesgo y participación activa de pacientes y clínicos en el diseño.
La agenda de investigación debe moverse del “qué funciona” al “para quién, cuándo y por qué”. Prioridades: (1) ensayos adaptativos que personalicen tratamientos según respuesta temprana; (2) estudios mecanísticos que vinculen cambios clínicos con marcadores cerebrales, fisiológicos y comportamentales; (3) evaluación de terapias complementarias con diseños rigurosos y desenlaces duros; (4) ciencia de la implementación para cerrar la brecha entre evidencia y práctica real; y (5) análisis de costo-efectividad que sostengan la financiación de intervenciones complejas a largo plazo.
Finalmente, el horizonte ético y de equidad es ineludible. La sofisticación tecnológica no debe profundizar brechas de acceso ni convertir la atención en un mosaico fragmentado. La centralidad de la persona; su autonomía, su proyecto vital, su contexto relacional, es el criterio que debe gobernar la integración de innovaciones. Si el pasado estuvo dominado por explicaciones parciales (lo biológico, lo psicológico o lo social), el futuro de la cuestión será tanto más prometedor cuanto mejor sepamos tejer neuronas, narrativas y normas en dispositivos clínicos y comunitarios coherentes, medibles y sostenibles. Solo así podremos transformar trayectorias de consumo en trayectorias de recuperación con sentido, dignidad y estabilidad en el tiempo.
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