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Hay experiencias humanas que actúan como un relámpago: dividen la vida en dos mitades asimétricas, antes y después, sin aviso ni posibilidad de preparar el alma para el impacto. Un accidente, una explosión, un estruendo violento, un asalto… cualquier acontecimiento que altere brutalmente la continuidad de lo cotidiano tiene el poder de desgarrar el tejido invisible del mundo. Porque el trauma no es únicamente un suceso; es una ontología herida, una fisura en aquello que sostiene nuestra manera de estar vivos.

La psicología contemporánea lo describe como un evento que desborda la capacidad de la mente para procesarlo, y que deja huellas persistentes en el cuerpo y la memoria (van der Kolk, 2015). Pero esta definición, siendo útil, es apenas una superficie. Para entender el trauma hay que descender más hondo: al terreno de la fenomenología, de la carne vivida, de esa región íntima donde el cuerpo no es un objeto sino el modo mismo en que habitamos el mundo. Merleau-Ponty (1945) lo expresó con claridad: no existe un yo separado del cuerpo; somos cuerpo en tanto somos presencia en el mundo.  Cuando un trauma irrumpe, no solo quiebra el psiquismo; rompe la presencia.

El instante de la rotura: cuando el mundo deja de sostenerse

Toda vida transcurre bajo una ilusión estructural: la continuidad. Aunque sepamos intelectualmente que todo puede cambiar en un segundo, nuestro cuerpo vive instalado en una cierta fe tácita en la estabilidad. Caminamos, hablamos, conducimos, respiramos como si el mundo fuera confiable. Y de pronto, un sonido metálico, un frenazo brusco, un cuerpo que irrumpe donde no debería, un estallido… y la realidad se fragmenta.

En ese micro instante ocurre una reorganización total: la amígdala —esa guardiana primitiva del peligro— enciende todas las alarmas y toma el control del organismo (LeDoux, 1996). Se dispara la adrenalina, la visión se estrecha, la musculatura se tensa; el tiempo se dilata. No se trata de una metáfora: es una consecuencia fisiológica. Mientras la amígdala intensifica el registro sensorial, el hipocampo —encargado de convertir la experiencia en memoria coherente— queda temporalmente desbordado por el cortisol (van der Kolk, 2015).

Por eso el instante del trauma se recuerda como una sucesión de imágenes sueltas, sonidos aislados, olores demasiado intensos. Una vivencia quebrada.

Pero hay algo más: se rompe la arquitectura del mundo vivido. El cuerpo ya no se experimenta como medio silencioso que sostiene nuestra acción, sino como campo de supervivencia. El mundo pierde su familiaridad, su sostén, su continuidad. La relación habitual con la realidad se ve violentamente suspendida. El trauma, antes que un síntoma, es una metafísica del derrumbe.

El antes inmediato: la memoria luminosa de un instante que no sabía que sería el último

Uno de los fenómenos más llamativos del trauma es la claridad con la que se recuerda lo que había justo antes de la ruptura. La canción en la radio. Una frase sin importancia. El olor de la lluvia entrando por la ventana del coche. El timbre de una risa. Ese “antes inmediato” se registra con una precisión que no corresponde a su aparente irrelevancia.

La literatura científica lo llama memoria flash (Talarico & Rubin, 2003): recuerdos vívidos, intensos, a veces cristalinos, formados en situaciones de emoción extrema. Pero en el trauma este “antes” adquiere un simbolismo mayor: es el último fragmento del mundo intacto.

El cerebro parece capturar ese instante como quien intenta preservar una miniatura del orden. Después, cuando todo se ha roto, ese recuerdo funciona como frontera: un umbral entre dos geografías de vida. El trauma no solo deja una cicatriz en el después: arrastra una nostalgia involuntaria del antes.

Neurobiología del estremecimiento: cuando el cuerpo queda atrapado en el evento

Aunque el suceso haya terminado, el cuerpo continúa luchando en él. El circuito amígdala-hipocampo-corteza prefrontal queda alterado de manera duradera. La amígdala mantiene una vigilancia obsesiva, como si estuviera convencida de que el peligro acecha tras cada esquina. El hipocampo pierde parte de su capacidad para contextualizar; el trauma permanece como recuerdo atemporal. La corteza prefrontal —la región del juicio, de la reflexión, de la calma racional— se desactiva con facilidad, incapaz de regular las oleadas emocionales (Herman, 1992).

No se trata solo de memoria: se trata de estado corporal. El eje hipotalámico-pituitario-adrenal (HPA), responsable de las hormonas del estrés, permanece hiperreactivo. El cortisol no vuelve al nivel basal con facilidad; el sistema nervioso se mantiene en modo defensivo incluso en ausencia de peligro real (van der Kolk, 2015). Así se explica por qué un ruido fuerte puede devolver a alguien al epicentro del trauma; por qué una sombra, un olor o un tono de voz puede despertar un sobresalto desproporcionado.
No es el pasado que vuelve: es el cuerpo que sigue allí.

Janet (1907) llamó a esto “memorias no elaboradas”: fragmentos que no han sido integrados en la historia personal. Freud (1920) lo describió como repetición involuntaria: el suceso irrumpe una y otra vez porque no ha podido convertirse en palabra. La neurobiología y la clínica coinciden: el trauma se instala en la fisiología como una temporalidad congelada.

El después: el yo quebrado y el mundo desplazado

El después no es un tiempo cronológico, sino un estado ontológico. Tras el trauma, el sujeto no vuelve a habitar el mundo como antes. La calle del accidente ya no es una calle; es un campo de amenaza. El sonido repentino ya no es estímulo; es advertencia. El silencio ya no es calma; es sospecha.

El trauma no solo altera emociones: reconfigura la relación entre el sujeto y el horizonte que lo rodea. La persona ya no está en el mundo: está vigilando el mundo. Merleau-Ponty (1945) insistía en que la percepción no es una representación, sino un estar-en-el-mundo encarnado. Tras el trauma, ese estar se ve erosionado. Se pierde la confianza espontánea en el entorno, se pierde la confianza silenciosa en el propio cuerpo, y se pierde, incluso, la sensación de continuidad interna. La identidad se vuelve porosa. Algunos se sienten rotos. Otros, ajenos a sí mismos. Otros, demasiado alerta para permitirse sentir. El mundo entero se convierte en un mapa de posibles amenazas. La posibilidad de vivir sin vigilancia parece remota.

La dimensión existencial del trauma: cuando el sentido se astilla

El trauma no es solo dolor. Es una experiencia del sinsentido. Es la irrupción de lo que no debería ocurrir. Es el colapso de la lógica vital que nos permite creer que, en general, estar vivos es un estado razonablemente seguro.

Laub (1995) señaló que el trauma rompe la capacidad de testimoniarse: el sujeto no solo pierde el habla; pierde la posición interna desde la cual narrarse. Se siente exiliado de su propia historia. Por eso la tarea terapéutica no consiste en borrar el trauma, sino en integrarlo, permitir que lo que fue fragmento vuelva a ser palabra, que lo que fue caos vuelva a ser tiempo.  Herman (1992) lo formula con claridad: la recuperación implica reconstruir la seguridad, transformar el silencio en relato y restaurar la conexión con otros seres humanos.

La curación es posible, pero no tiene forma de regreso. Nunca se vuelve al antes. Lo que se construye es un después habitable.

Cuando la vida se reescribe desde la herida, el trauma divide la existencia, reorganiza el cuerpo, altera la percepción y provoca una herida en la identidad. Afecta simultáneamente a la biología más profunda y al sentido más íntimo del ser. El cuerpo recuerda, incluso cuando la conciencia quiere olvidar. El mundo se estrecha, incluso cuando la razón dice que está a salvo. Comprender el trauma exige unir la neurobiología, la fenomenología, la psicología clínica y la poética de la experiencia humana. Solo así es posible captar su verdadera magnitud: no es solo un acontecimiento doloroso, sino una transformación del modo de existir.

Sanar, entonces, no significa borrar la fractura, sino aprender a caminar con ella. Integrarla como cicatriz, no como herida abierta. Encontrar un mundo que vuelva a sostenernos, aunque ya no sea el mismo. En definitiva, encontrar un cuerpo que vuelva a ser hogar, aunque haya conocido el dolor.

Bibliografía

Freud, S. (1920). Más allá del principio del placer. Internationaler Psychoanalytischer Verlag.

Herman, J. L. (1992). Trauma and recovery. Basic Books.

Janet, P. (1907). The major symptoms of hysteria. Macmillan.

Laub, D. (1995). Truth and testimony: The process and the struggle. In C. Caruth (Ed.), Trauma: Explorations in memory (pp. 61–75). Johns Hopkins University Press.

LeDoux, J. (1996). The emotional brain: The mysterious underpinnings of emotional life. Simon & Schuster.

Merleau-Ponty, M. (1945). Phénoménologie de la perception. Gallimard.

Talarico, J. M., & Rubin, D. C. (2003). Confidence, not consistency, characterizes flashbulb memories. Psychological Science, 14(5), 455–461.

van der Kolk, B. (2015). The body keeps the score: Brain, mind, and body in the healing of trauma. Viking.