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En un rincón sombrío de la cultura contemporánea habita una escena imposible. Una escena que no ocurre, pero que se repite una y otra vez en la mente del asesino en serie o del adicto compulsivo. No se trata de dos fenómenos clínicos desconectados, sino de dos formas de subjetividad que, desde ángulos diferentes, persiguen el mismo objeto perdido: una experiencia absoluta de goce que jamás se realiza en la realidad, pero cuya promesa sostiene sus actos.

Es posible, y necesario, mirar más allá de las etiquetas clínicas del reduccionismo penal o de la visión biomédica del consumo. Existe un territorio compartido entre el ritual del crimen y el ciclo del consumo, una zona donde la repetición no responde a la lógica de la elección racional ni al simple deseo de placer, sino a una fantasía estructurante que organiza el sentido y el sufrimiento del sujeto. Una fantasía que, paradójicamente, solo se fortalece en la medida en que fracasa en realizarse.

El asesino serial no mata por matar. Su acto está atravesado por una escena fantasmática que ha sido elaborada, ritualizada, incluso perfeccionada a través del tiempo. Esa escena es interna, íntima, y busca generar una experiencia de poder, control y satisfacción última. Sin embargo, nunca ocurre como él la había soñado. Siempre falta algo. Por eso repite. Y cada repetición es un intento desesperado de alcanzar esa imagen ideal que solo existe en su cabeza, y que cada crimen real se encarga de desmentir.

Del mismo modo, el adicto no consume simplemente por dependencia física. Lo que persigue es una vivencia que vivió, o cree haber vivido, en el pasado: la primera dosis, ese instante de disolución, de éxtasis, de desconexión o de pertenencia. Esa experiencia originaria se convierte en una suerte de mito personal. No importa cuánta sustancia consuma, nunca logra replicarla. Y, sin embargo, la sigue buscando, como si cada dosis pudiese reparar el desajuste entre lo que anhela y lo que obtiene.

Este mecanismo responde a una lógica estructural que el psicoanálisis ha descrito como fantasía y goce. No hablamos aquí del placer como experiencia homeostática o satisfactoria, sino del goce como ese exceso que bordea el dolor, el desborde, lo real. En ambos casos —el crimen ritualizado y la adicción compulsiva— el sujeto se encuentra atrapado en un circuito en el que el intento de acceder al goce solo produce más falta. Es la repetición lo que estructura el vínculo con la escena, no su realización. Como escribió Jacques Lacan, “no hay relación sexual”, es decir, no hay completud posible, y cualquier intento de alcanzarla por la vía del acto está condenado al fracaso.

Pero este circuito no ocurre en el vacío. La cultura contemporánea —especialmente en su forma neoliberal— ha hecho del goce un mandato. Se nos exige gozar, alcanzar la plenitud, vivir intensamente, rendir, superarnos. El deseo, que en otras épocas estaba marcado por la prohibición o por la represión, hoy aparece comandado por la obligación de alcanzar un ideal de completud que siempre se escapa. Es este mandato estructural el que convierte a la subjetividad en adicta: adicta al rendimiento, al estímulo, a la validación constante. El asesino y el adicto, en este marco, no son anomalías patológicas, sino figuras extremas de un mismo drama compartido: el de sujetos que, en su desesperación, hacen algo —aunque sea destructivo— para no enfrentarse con lo insoportable de la falta.

La sociología clínica ha intentado pensar este malestar desde una perspectiva que no lo reduzca a lo individual, sino que lo entienda como el resultado de una configuración sociohistórica. Vincent de Gaulejac, entre otros, ha descrito cómo la subjetividad moderna está atravesada por tensiones que provienen de los imperativos de productividad, éxito y control. En este marco, el sufrimiento subjetivo no es el resultado de un fallo interno, sino una respuesta posible —aunque muchas veces trágica— a la imposibilidad de sostener los ideales que la sociedad impone.

En este sentido, tanto el asesino compulsivo como el adicto son figuras límite que nos devuelven la pregunta sobre qué tipo de subjetividades estamos produciendo como sociedad. Figuras que encarnan una lucha desgarradora entre la necesidad de sentido y la imposibilidad de encontrarlo, entre la promesa de un goce absoluto y la imposibilidad estructural de alcanzarlo.

Tal vez sea hora de dejar de preguntarnos únicamente qué les pasa a ellos y empezar a preguntarnos qué nos pasa a todos. Porque si algo comparten estas figuras es precisamente eso: la experiencia universal de la pérdida, de la falta, del vacío. Solo que en ellos, ese vacío ha adquirido una forma desesperada, ritual, compulsiva.

Frente a estas formas de sufrimiento, la respuesta no puede ser solo el castigo, la corrección o la rehabilitación farmacológica. Necesitamos dispositivos sociales, clínicos y comunitarios que reconozcan el lugar de la fantasía en la construcción del sufrimiento, y que permitan elaborar la pérdida no como algo que hay que tapar a toda costa, sino como una dimensión constitutiva de la experiencia humana.

En un mundo que nos invita permanentemente a evitar el dolor, a no mirar la herida, el asesino compulsivo y el adicto nos recuerdan —de forma brutal— que lo que no puede ser simbolizado retorna como repetición. Y que quizás, solo quizás, el primer paso para salir del circuito de lo imposible es dejar de perseguir lo que nunca estuvo del todo.

 

Bibliografía

  • Ehrenberg, A. (1998). La fatiga de ser uno mismo: Depresión y sociedad. Anagrama.

  • Gaulejac, V. de (2013). La sociedad enferma de gestión. Gedisa.

  • Han, B.-C. (2010). La sociedad del cansancio. Herder.

  • Lacan, J. (1972). El Seminario, Libro XX: Aún. Paidós.

  • Maté, G. (2019). El reino de los fantasmas hambrientos: Encuentros con la adicción. Ediciones La Llave.

  • Malabou, C. (2008). Qué hacer con nuestro cerebro. Cactus.

  • Schultz, W. (2016). Dopamine reward prediction-error signaling: a two-component response. Nature Reviews Neuroscience, 17(3), 183–195. https://doi.org/10.1038/nrn.2015.26