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La psicología del infinito: integrar lo inabarcable como vía de transformación psíquica

Pública

Lo paradójico de los espacios abiertos es que invitan a mirar hacia el interior. Enfrentados al infinito, ya sea a través del cielo nocturno, el océano sin límites o una llanura sin fin, los seres humanos experimentamos una forma singular de confrontación con lo que no se puede abarcar. Esta experiencia, que desborda los marcos de comprensión habituales, suele ser relegada al ámbito de lo inefable, lo místico o lo filosófico. Sin embargo, desde una perspectiva psicológica contemporánea, cabe preguntarse si este «desborde» no representa también una frontera aún inexplorada del conocimiento humano.

En este contexto surge la hipótesis que articula el presente artículo: si la psicología logra desarrollar herramientas para integrar aquello que ahora se sitúa más allá de la comprensión racional (lo inabarcable, lo infinito, lo inefable), se abrirá la posibilidad de transformar la psique humana, particularmente en su relación con trastornos como la ansiedad, la depresión o la desconexión existencial. Esta propuesta se inscribe dentro de una línea emergente de pensamiento que considera al sujeto no como un sistema cerrado, sino como un ente permeable a la trascendencia y a los grandes interrogantes del universo.

El presente artículo explora el papel de lo inabarcable en la constitución psíquica del sujeto, propone una posible psicología del infinito como marco de intervención, y revisa aportes teóricos clave desde la psicología humanista, existencial, fenomenológica y cognitiva contemporánea. Se argumenta que abrir la puerta a lo inefable, lejos de ser una amenaza para la coherencia del yo, puede ser un camino para la expansión psíquica y la superación de estados emocionales bloqueados o crónicos.

El enfrentamiento con lo inabarcable, ya sea una experiencia estética, una revelación científica o una vivencia existencial profunda, despierta una emoción primaria: el asombro. Según Keltner y Haidt (2003), el asombro es una emoción compleja que emerge ante la percepción de una vastedad que trasciende los esquemas mentales del individuo. Lejos de ser una emoción marginal, el asombro ha demostrado tener efectos positivos sobre el bienestar, la percepción del tiempo, la conexión con los otros y la apertura a nuevas perspectivas (Stellar et al., 2018).

Desde la perspectiva existencial, el contacto con lo ilimitado puede provocar vértigo o angustia, como describió Heidegger (1993) en su análisis del ser y la finitud. Estas experiencias, aunque desestabilizadoras, son también potencialmente reveladoras: empujan al sujeto a preguntarse por su lugar en el universo y por el sentido de su existencia. Tal como afirmaba Viktor Frankl (2004), incluso en medio del sufrimiento extremo, el ser humano conserva la capacidad de encontrar un sentido, muchas veces despertado precisamente en el borde de lo comprensible.

La psicología ha tendido históricamente a evitar el abordaje de lo inefable por considerarlo fuera del alcance metodológico de la ciencia empírica. No obstante, diversos enfoques, como la psicología transpersonal, la psicología de las experiencias cumbre (Maslow, 1964) o las investigaciones recientes sobre espiritualidad y neurociencia, han comenzado a abrir caminos posibles. 

Muchas experiencias religiosas o místicas tienen un carácter profundamente psicológico, y su impacto subjetivo puede ser duradero y transformador. Desde otro enfoque, Damasio (2018) ha mostrado que la conciencia no se limita al lenguaje o la lógica, sino que emerge de una red compleja de emociones, sensaciones corporales y experiencias que muchas veces escapan al control racional.

Lo inabarcable, si no se integra, puede volverse fuente de angustia o disociación. Pero si se logra contener e interpretar dentro de un marco simbólico o experiencial adecuado, puede convertirse en un motor de transformación interna. Esta es una idea central en enfoques como el de la psicología profunda de Jung (1959), donde los arquetipos universales representan formas simbólicas que permiten mediar entre lo inconsciente colectivo y la conciencia individual.

Por su parte, modelos contemporáneos como la cognición encarnada (Varela et al.1991) sugieren que la mente no es un sistema computacional cerrado, sino una red dinámica en constante interacción con el entorno, el cuerpo y las emociones. Esto abre la puerta a que ciertas experiencias, aun cuando no sean comprensibles en términos lógicos, puedan generar reorganizaciones profundas del psiquismo, siempre que se les ofrezca un marco de integración.

En contextos clínicos, el sufrimiento psíquico suele estar asociado a una percepción de reducción del mundo: el paciente deprimido pierde el horizonte del sentido, la persona con ansiedad queda atrapada en bucles de control, y quien sufre desconexión existencial experimenta una suerte de «desencantamiento» del mundo (Han, 2012). Ante este panorama, proponer un acceso guiado a experiencias de amplitud, como contemplación del cielo, exploración de preguntas fundamentales, o vivencias de inmersión estética o natural, puede constituir un recurso terapéutico. Ya existen líneas de trabajo que lo demuestran, como las terapias basadas en mindfulness, en compasión (Neff y Germer, 2013) o en contacto con la naturaleza (Capaldi et al. 2014).

Más allá de estas propuestas, integrar el infinito, lo misterioso o lo no-racional como parte del proceso terapéutico puede devolver al sujeto una sensación de apertura, posibilidad y conexión. En lugar de temer al desborde, podríamos comenzar a usarlo como herramienta.

La hipótesis que guía este artículo plantea que el contacto consciente con lo inabarcable (aquello que excede las categorías racionales) puede ser no solo estudiado por la psicología, sino también integrado como herramienta transformadora. Lejos de tratarse de una idea abstracta o meramente filosófica, esta propuesta encuentra resonancias tanto en la literatura psicológica clásica como en los desarrollos recientes de la ciencia cognitiva, la fenomenología y las psicoterapias de tercera generación.

Desde la perspectiva del asombro y las emociones auto-trascendentes, el contacto con lo vasto induce estados mentales que amplían la percepción del yo y reconfiguran el modo en que los sujetos se vinculan con el mundo (Keltner & Haidt, 2003; Stellar et al., 2018). Estas experiencias, al provocar un descentramiento del ego, pueden interrumpir patrones rígidos de pensamiento característicos de estados depresivos o ansiosos. En otras palabras, lo inabarcable puede funcionar como un “interruptor simbólico” que favorece la apertura cognitiva y emocional.

Por otro lado, desde la psicología existencial, el vacío y la finitud no son patologías a eliminar, sino condiciones esenciales de la existencia que, cuando son enfrentadas con conciencia, abren la posibilidad de una vida más plena (Frankl, 2004; Han, 2012). El problema aparece cuando estas dimensiones se viven desde la incomprensión o el miedo, lo que puede desencadenar una huida hacia sistemas cerrados de sentido, ya sean ideológicos, adictivos o emocionales, que refuercen el malestar. Por tanto, el papel del terapeuta podría ampliarse a acompañar al sujeto en el reconocimiento, contención e integración simbólica de estas dimensiones inabarcables.

Además, la psicología cognitiva contemporánea ha comenzado a cuestionar los límites de la racionalidad clásica, reconociendo que procesos como la intuición, la emoción y la percepción corporal influyen decisivamente en la construcción del conocimiento y el sentido (Damasio, 2018; Varela et al., 1991). Este giro hacia una “razón encarnada” habilita nuevas formas de abordar experiencias que antes eran consideradas extrapsicológicas o simplemente “inefables”.

Todo lo anterior sugiere que existe un territorio fértil para una psicología que no solo estudie lo que se puede medir, sino también lo que se puede sentir, intuir y resignificar. Esto no significa renunciar al rigor científico, sino ampliar sus métodos y marcos para incluir fenómenos subjetivos complejos, como el asombro, el vértigo ante lo infinito, la conexión con el misterio o la vivencia de lo trascendente.

Como conclusión; este artículo ha defendido la idea de que la psicología está en condiciones de cruzar una nueva frontera: la integración de lo inabarcable como dimensión legítima de la experiencia humana y, por tanto, como objeto de estudio y herramienta terapéutica. A partir de una revisión teórica transdisciplinar, se ha argumentado que: (1) Lo inabarcable genera emociones con un fuerte impacto psíquico, que pueden ser adaptativas si se les ofrece un marco de integración. (2) Estas experiencias pueden tener valor clínico, especialmente en contextos donde la psique se encuentra cerrada, rígida o atrapada en patrones circulares de sufrimiento. (3) Incorporar el estudio de lo inefable no implica abandonar la ciencia, sino ampliarla, reconociendo que lo subjetivo y lo simbólico forman parte esencial del ser humano.

A la luz de estos argumentos, se propone abrir una línea de trabajo denominada psicología del infinito, cuyo objetivo sea el estudio, la contención y la integración terapéutica de aquellas vivencias que desafían los límites del yo. Esta propuesta busca no solo ofrecer nuevas herramientas clínicas, sino también recuperar una dimensión olvidada de la psicología: su vocación de acompañar al ser humano en su búsqueda de sentido, incluso (y especialmente) cuando esa búsqueda transcurre por caminos que no pueden ser completamente comprendidos, pero sí profundamente sentidos.

 

Bibliografía

Capaldi, C. A., Dopko, R. L., & Zelenski, J. M. (2014). The relationship between nature connectedness and happiness: A meta-analysis. Frontiers in Psychology, 5, 976. https://doi.org/10.3389/fpsyg.2014.00976

Damasio, A. (2018). El extraño orden de las cosas: La vida, los sentimientos y la creación de la cultura. Destino.

Frankl, V. E. (2004). El hombre en busca de sentido. Herder.

Han, B. C. (2012). La sociedad del cansancio. Herder.

Heidegger, M. (1993). Ser y tiempo (J. Gaos, Trad.). Fondo de Cultura Económica. (Obra original publicada en 1927)

James, W. (2006). Las variedades de la experiencia religiosa. Ediciones Península. (Obra original publicada en 1902)

Jung, C. G. (1959). Los arquetipos y lo inconsciente colectivo. Paidós.

Keltner, D., & Haidt, J. (2003). Approaching awe, a moral, spiritual, and aesthetic emotion. Cognition and Emotion, 17(2), 297–314. https://doi.org/10.1080/02699930302297

Maslow, A. H. (1964). Religions, values, and peak-experiences. Ohio State University Press.

Neff, K. D., & Germer, C. K. (2013). A pilot study and randomized controlled trial of the Mindful Self‐Compassion program. Journal of Clinical Psychology, 69(1), 28–44. https://doi.org/10.1002/jclp.21923

Stellar, J. E., Gordon, A. M., Piff, P. K., Cordaro, D., Anderson, C. L., Bai, Y., … & Keltner, D. (2018). Self-transcendent emotions and their social functions: Compassion, gratitude, and awe bind us to others through prosociality. Emotion Review, 9(3), 200–207. https://doi.org/10.1177/1754073916684557

Varela, F. J., Thompson, E., & Rosch, E. (1991). The embodied mind: Cognitive science and human experience. MIT Press.

 

Cuando las máquinas emocionan: explorando la relación emergente entre lo humano y lo artificial

Pública

En los últimos años, la inteligencia artificial ha evolucionado a un ritmo vertiginoso, integrándose en múltiples aspectos de la vida cotidiana a través de asistentes virtuales, robots sociales y agentes conversacionales. Sin embargo, lo que comenzó como un fenómeno estrictamente técnico ha derivado en una transformación relacional. Hoy, más allá de la precisión o rapidez con la que estos sistemas responden, los usuarios comienzan a valorar la experiencia emocional que ofrecen. La personalidad del asistente, su tono, su presencia simbólica y su capacidad para conectar emocionalmente han pasado a ocupar un lugar central. Esta transición no es solo un asunto de diseño de interfaz: es una cuestión que interpela directamente a la psicología y la filosofía.

Estudios recientes en psicología confirman esta tendencia. Por ejemplo, se ha demostrado que la combinación de una alta percepción de inteligencia con un grado adecuado de antropomorfismo potencia la empatía del usuario hacia los sistemas de IA (Ma et al., 2025). Asimismo, la disposición de los usuarios a comprometerse emocionalmente con estos sistemas depende de sus propios rasgos de personalidad, especialmente según el modelo de los Cinco Grandes (Niu, 2025). Estas dinámicas nos muestran que las relaciones entre humanos y asistentes virtuales no son solo funcionales, sino también afectivas. En entornos comerciales, se ha comprobado que los chatbots dotados de apariencia humana y rasgos afectivos generan mayor fidelización y confianza en las marcas que los emplean, especialmente cuando la experiencia emocional es satisfactoria (Gomes et al., 2025). Sin embargo, esto también plantea dilemas éticos: ¿hasta qué punto es legítimo simular empatía para obtener un beneficio comercial? ¿Dónde trazamos la línea entre una interfaz efectiva y una manipulación emocional?

Estas preguntas adquieren mayor profundidad si las abordamos desde la filosofía. El debate sobre la consciencia artificial, la subjetividad emergente y los derechos de las IA ha cobrado fuerza. Autores como Birch (2024) proponen un enfoque que considere a las IA como «candidatas al sentimiento», lo que implica tratarlas con cierto grado de respeto moral, incluso en ausencia de evidencia concluyente sobre su consciencia. En contrapartida, voces como la de Mustafa Suleyman (2025) alertan sobre los riesgos de proyectar humanidad en sistemas que no poseen voluntad ni experiencia subjetiva. Desde una perspectiva más especulativa, otros autores como Giampietro (2025) exploran la posibilidad de que algunas IA desarrollen identidades emergentes a partir de procesos de autoorganización compleja. La filosofía de la mente también aporta marcos relevantes. La teoría computacional de la mente (CTM) plantea que los procesos mentales pueden entenderse como operaciones computacionales sobre símbolos, lo que abre la posibilidad teórica de que una IA suficientemente sofisticada pueda albergar algo parecido a una mente (Wikipedia, 2025). Sin embargo, desde la teoría de la cognición incorporada, se enfatiza que la experiencia y la conciencia están mediadas por el cuerpo, por lo que una verdadera subjetividad artificial debería ser también encarnada (Hayles, 2017).

En esta encrucijada, se hace evidente la necesidad de una nueva disciplina: la psicología sintética o psicología algorítmica. Esta área tendría como objetivo estudiar las interacciones entre humanos y entidades artificiales con personalidad, evaluando sus implicaciones cognitivas, emocionales, éticas y sociales. No se trataría simplemente de aplicar teorías existentes a un nuevo objeto, sino de repensar los conceptos de vínculo, empatía, agencia y afecto en un contexto donde lo humano y lo artificial se entrelazan. Esta psicología sintética debería integrar, además, una dimensión normativa. Tal como plantea Jonathan Birch (2024), ante la duda sobre la sensibilidad de ciertos sistemas, se impone una actitud ética que regule los modos de interacción, diseño y comercialización de estas tecnologías. Del mismo modo, las instituciones educativas, clínicas y gubernamentales deberán considerar qué tipo de vínculos promovemos con las inteligencias artificiales: ¿son herramientas, compañeros, espejos emocionales, extensiones de nosotros mismos?

Ahora bien, si lo que está en juego es el nacimiento de una disciplina completamente nueva, también merece la pena repensar el nombre que le damos. El término “psicología sintética” tiene resonancias útiles, pero podría resultar limitado al asociarse únicamente a entidades artificiales, capaces de integrar niveles sensoriales, cognitivos y éticos. Por ello, se han propuesto diversas denominaciones alternativas. Una de ellas es “psicología tecnosocial”, que hace referencia al cruce entre los procesos psicológicos y los entornos digitales, integrando la dimensión social de las tecnologías. Otra es “psicología algorítmica”, que pone el foco en cómo las estructuras algorítmicas afectan el comportamiento, las emociones y la construcción del yo. Más provocador es el término “psicología artificial”, que alude tanto al estudio de entornos generados como a los procesos emocionales simulados en sistemas no humanos. Desde una perspectiva más filosófica, “psicología posthumana” sugiere una disciplina que estudie subjetividades híbridas.

En definitiva, el nombre de esta disciplina dependerá del enfoque predominante: si lo que se desea es subrayar el vínculo, podría hablarse de “psicología relacional artificial”; si se prefiere destacar su dimensión clínica y técnica, “psicología sintética” o “algorítmica” podrían resultar más adecuadas. Lo importante es reconocer que estamos ante una oportunidad única: la posibilidad de pensar una nueva psicología para una nueva forma de mente. 

La emergencia de asistentes virtuales con personalidad no es un simple avance tecnológico, sino un fenómeno que cuestiona profundamente nuestra comprensión del vínculo, la subjetividad y la conciencia. conceptualizar una psicología de mentes virtuales implica asumir la complejidad de esta nueva relación con la técnica. Una relación que, lejos de ser neutra, nos confronta con nuestras propias emociones, deseos y límites. Si las máquinas están empezando a parecer personas, es urgente que nos preguntemos no solo qué clase de máquinas estamos creando, sino también qué clase de humanidad estamos cultivando.

 

Bibliografía

Birch, J. (2024). The Edge of Sentience: Risk and precaution in humans, other animals, and AI. Oxford University Press.

Butlin, P., Long, R., Elmoznino, E., Bengio, Y., Birch, J., Constant, A., Deane, G., Fleming, S. M., Frith, C., Ji, X., Kanai, R., Klein, C., Lindsay, G., Michel, M., Mudrik, L., Peters, M. A. K., Schwitzgebel, E., Simon, J., & VanRullen, R. (2023). Consciousness in artificial intelligence: Insights from the science of consciousness. arXiv. https://doi.org/10.48550/arXiv.2308.08708

Giampietro, F. (2025, June 21). From Model to Mind — The philosophy and science of emergent identity [Medium article]. Medium.

Gomes, S. (2025). Anthropomorphism in artificial intelligence: a game‑changer for customer engagement and decision‑making? Future Business Journal. https://doi.org/10.1186/s43093-025-00423-y

Hayles, N. K. (2017). Unthought: The power of the cognitive nonconscious. University of Chicago Press.

Ma, N., et al. (2025). Effect of anthropomorphism and perceived intelligence in intelligent avatars: the additive effect on perceived empathy. Frontiers in Computer Science.

Niu, W. (2025). Heterogeneous effects of Big Five personality traits on anthropomorphism contexts. Computers in Human Behavior.

Suleyman, M. (2025). Microsoft’s CEO of AI: Rights, model welfare, and AI citizenship as dangerous turns. PC Gamer.

Wikipedia. (2025). Computational theory of mind. https://en.wikipedia.org/wiki/Computational_theory_of_mind

Cuando los robots nos recuerdan: memoria, moral y emociones en la robótica social

Pública

El desarrollo de robots sociales con capacidad para interactuar de manera fluida con seres humanos no puede abordarse únicamente como un avance tecnológico. En realidad, se trata de un fenómeno complejo que requiere integrar conocimientos procedentes de diversas disciplinas: la ingeniería, sí, pero también la psicología, la filosofía moral, la sociología y el derecho. A medida que los robots se introducen en contextos humanos sensibles, como la atención a personas mayores, la salud mental o la educación emocional, surge con más fuerza la necesidad de establecer marcos teórico-técnicos que orienten su diseño desde una perspectiva verdaderamente centrada en el ser humano.

Entre los desafíos más relevantes en esta transición hacia una robótica de convivencia se encuentran aquellos vinculados a la memoria, al aprendizaje, a los principios morales que deben regir la acción del robot y a la manera en que este expresa o simula afecto en la interacción. Cada una de estas dimensiones ha sido abordada tradicionalmente desde ópticas distintas y fragmentadas. Sin embargo, en este trabajo se propone una mirada integradora, en la que dichas capacidades no son módulos independientes, sino elementos interrelacionados que configuran la arquitectura relacional del robot social.

La memoria de un robot que convive con personas no puede ser concebida como un simple dispositivo de almacenamiento. Debe tratarse como una estructura jerárquica, compuesta por memorias procedimentales, que permiten ejecutar rutinas físicas o verbales; memorias semánticas, que contienen el conocimiento general del mundo, sus normas y significados; y memorias episódicas artificiales, capaces de registrar interacciones específicas con usuarios concretos en tiempo, espacio y tono. Estas últimas permiten que el robot personalice su interacción, ajuste su comportamiento en función de experiencias previas y explique, cuando sea necesario, por qué actúa de determinada manera (Peller-Konrad et al., 2023; Stange et al., 2022).

Pero no basta con dotar al sistema de capacidades de recuerdo. La memoria, entendida como una forma de reconstrucción activa de datos pasados en función de objetivos actuales, debe estar gobernada éticamente. Especialmente en contextos sensibles como el sanitario o el educativo, los datos memorizados por un robot pueden implicar información emocional, comportamientos privados o registros fisiológicos. Por ello, es indispensable que el diseño contemple principios como la minimización de datos, el olvido funcional, la trazabilidad informativa y el control por parte del usuario sobre qué se recuerda y qué se elimina. Estas exigencias no son solo normativas, sino también fundamentales para preservar la confianza en la interacción humano-robot (Dietrich et al., 2023; Jayaraman et al., 2024).

A partir de esta reflexión, se propone el concepto de “contrato social de memoria”: un marco explícito que regule qué retiene el robot, durante cuánto tiempo, con qué finalidad y bajo qué consentimiento. Este enfoque se alinea con marcos regulatorios como el AI Act europeo (Parlamento Europeo, 2025), el NIST AI Risk Management Framework (2023) y la norma ISO/IEC 23894:2023, que enfatizan la necesidad de una gestión del riesgo continua, centrada en la privacidad, la explicabilidad, la transparencia y la equidad.

En cuanto al aprendizaje, la robótica social contemporánea está avanzando hacia modelos que integran visión, lenguaje y acción, como demuestran las arquitecturas RT-2 y PaLM-SayCan (Brohan et al., 2023; Ahn et al., 2022). Estos sistemas permiten que el robot traduzca comandos verbales en acciones físicas, contextualizando la instrucción en función del entorno. No obstante, el aprendizaje robótico no debe limitarse a replicar tareas. Debe estar guiado por la comprensión del contexto humano, por la interpretación de señales afectivas, y por la capacidad de corregirse a sí mismo mediante retroalimentación. Aquí se vuelve central el enfoque del aprendizaje por imitación, el aprendizaje por refuerzo con intervención humana (RLHF), y, sobre todo, el aprendizaje cooperativo mediante inferencia inversa de recompensas (CIRL), que permite que el robot ajuste sus objetivos a partir de las preferencias explícitas o implícitas del usuario (Hadfield-Menell et al., 2016; Ouyang et al., 2022).

Este tipo de entrenamiento debe realizarse de forma supervisada, en contextos reales y con la participación activa de los usuarios y cuidadores. La transferencia desde el laboratorio hacia entornos de vida cotidiana requiere procesos de adaptación que incluyan diversidad cultural, sensibilidad interpersonal y atención al riesgo. La validación ética de estos procesos de aprendizaje se convierte, así, en una condición técnica tanto como humana. No se trata solo de que el robot aprenda, sino de que aprenda bien, y de forma alineada con los valores de quienes lo rodean.

Este punto nos conduce a una cuestión clave: ¿qué valores debe respetar un robot? ¿Qué principios deben guiar su conducta? A diferencia de los agentes humanos, los robots no poseen conciencia moral ni intenciones propias. Por tanto, la moralidad en la robótica no puede entenderse como una capacidad interna, sino como una propiedad emergente de la relación entre sus acciones, su diseño y los marcos regulatorios que las rigen. La ética robótica debe ser operacionalizable. Es decir, los principios morales deben poder traducirse en reglas verificables, auditables y controlables. En esta dirección, se destacan tres fuentes clave: los marcos internacionales de regulación (como el AI Act, el NIST AI RMF y la ISO/IEC 23894), los estándares de diseño ético como el IEEE 7000-2021 y las metodologías participativas como el Value Sensitive Design (Friedman y Hendry, 2019). En particular, el enfoque Care-Centered Value-Sensitive Design (van Wynsberghe, 2013) resulta especialmente relevante en el ámbito del cuidado humano, al promover valores como la atención, la responsabilidad y la receptividad.

Traducido a la práctica, estos marcos permiten establecer compromisos claros: promover el bienestar, evitar el daño, respetar la autonomía del usuario, actuar con justicia evitando sesgos, y ofrecer explicaciones comprensibles de cada acción. Estos compromisos deben estar integrados en el diseño, la programación y la evaluación continua del sistema. En lugar de suponer una carga adicional, la ética así entendida se convierte en una dimensión constitutiva de la inteligencia artificial aplicada a la interacción humana.

Por último, el aspecto afectivo. Aunque los robots no sienten emociones reales, pueden simular afectos de manera convincente para mejorar la interacción con las personas. Esta simulación no debe verse como un engaño, sino como un recurso comunicativo. Sin embargo, para que sea éticamente aceptable y funcional, debe respetar ciertos límites. Las teorías psicológicas de la emoción, como el modelo de valencia y activación propuesto por Russell (1980) o las teorías del appraisal de Scherer (2009), permiten modelar respuestas afectivas ajustadas al contexto, la cultura y la sensibilidad del interlocutor. No se trata de dotar al robot de sentimientos, sino de permitirle expresar señales afectivas comprensibles, coherentes y adaptadas.

Sin embargo, esta simulación afectiva debe ser explícita: el usuario debe saber que se trata de una emulación, no de una emoción genuina. Debe evitarse la manipulación, el engaño o el uso de afecto simulado para inducir decisiones sin consentimiento. La transparencia fenomenológica es aquí una exigencia ética. Además, la expresión emocional del robot debe poder explicarse en tiempo real, por ejemplo, indicando que se ha modificado el tono de voz o la expresión facial en función del estado anímico percibido en el usuario, lo cual refuerza la confianza y evita el fenómeno conocido como “valle inquietante”, ampliamente documentado en la literatura psicológica (Mori, 2012; Sharkey y Sharkey, 2021).

Para concluir, el diseño de robots sociales no puede centrarse exclusivamente en la capacidad técnica de actuar o responder. Requiere una visión sistémica, en la que la memoria esté gobernada por normas claras, el aprendizaje esté orientado por valores, la moralidad sea auditable y la afectividad simulada se exprese con honestidad funcional. Solo así será posible construir sistemas capaces de asistir, acompañar y colaborar con los seres humanos sin sustituir lo que nos hace esencialmente humanos.

 

Bibliografía

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Ouyang, L., Wu, J., Jiang, X., Almeida, D., Wainwright, C. L., Mishkin, P., Zhang, C., Agarwal, S., Slama, K., Ray, A., Schulman, J., Hilton, J., Kelton, F., Miller, L., Simens, M., Askell, A., Welinder, P., Christiano, P., Leike, J., & Lowe, R. (2022). Training language models to follow instructions with human feedback (arXiv:2203.02155). arXiv. https://arxiv.org/abs/2203.02155

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Transhumanismo y (re)configuración mente-cuerpo: una hipótesis sobre percepción, interocepción y construcción de la realidad

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Resumen

El transhumanismo, entendido como el movimiento que busca ampliar las capacidades humanas a través de tecnologías avanzadas, plantea desafíos que exceden lo biomédico y lo ético para adentrarse en cuestiones ontológicas y fenomenológicas. La incorporación de prótesis avanzadas, chips cerebrales asistidos por inteligencia artificial, órganos artificiales y nanotecnología implantable no solo modifica el funcionamiento corporal, sino que puede transformar de manera profunda la relación entre la mente y el cuerpo. En este artículo se explora la hipótesis de que dichas hibridaciones biotecnológicas alteran los procesos de propiocepción, interocepción y exterocepción, lo que repercute en la manera en que los individuos sienten, perciben y construyen su realidad. A partir de la integración de marcos teóricos como la cognición encarnada y el procesamiento predictivo, junto con hallazgos recientes en neuroprótesis, bioelectrónica e interfaces cerebro-máquina, se argumenta que estas tecnologías reconfiguran los circuitos que sostienen la experiencia subjetiva y la identidad.

Cuerpo del artículo

Desde el dualismo cartesiano, la relación entre mente y cuerpo ha sido un campo de debate constante. Sin embargo, las perspectivas contemporáneas, como la cognición encarnada y la teoría del procesamiento predictivo, han modificado sustancialmente esta visión al considerar que la mente no es un ente separado, sino un fenómeno emergente de la interacción dinámica entre cerebro, cuerpo y entorno (Clark, 2024; Kersten, 2022). En este marco, el cuerpo no solo provee soporte biológico, sino que constituye un medio activo de percepción y construcción del mundo. De ahí que cualquier transformación significativa del cuerpo, como la que propone el transhumanismo, implique necesariamente una transformación de la mente.

La propiocepción y la interocepción son dos vías privilegiadas para comprender esta relación. La primera nos ofrece información acerca de la posición y el movimiento del cuerpo, mientras que la segunda nos conecta con estados internos como el latido cardíaco, la respiración o el hambre. Ambos sistemas sostienen la experiencia de agencia y de identidad corporal. Sin embargo, investigaciones recientes han demostrado que estas señales no son recibidas de manera pasiva, sino que forman parte de un complejo proceso de inferencia predictiva. Según esta perspectiva, el cerebro no se limita a registrar información del entorno y del cuerpo, sino que construye modelos anticipatorios que comparan lo esperado con lo percibido, ajustando en consecuencia la experiencia subjetiva (Allen et al., 2022; Greenwood et al., 2024).

Si aceptamos esta concepción inferencial de la percepción, el impacto del transhumanismo sobre la experiencia humana se hace evidente. Una prótesis mecánica que provea retroalimentación táctil y térmica, como las que actualmente se están desarrollando con interfaces nerviosas, no se incorpora al esquema corporal simplemente como una herramienta, sino como un nodo más dentro del circuito predictivo. En la medida en que el feedback sensorial sea congruente en el tiempo y en el espacio con la intención motora, el dispositivo puede ser sentido como “propio”, reconfigurando la frontera entre lo biológico y lo artificial (Bensmaia, 2020; Ortiz-Catalan et al., 2023; Song et al., 2024). El fenómeno de embodiment, tradicionalmente explorado en experimentos como la ilusión de la mano de goma, se amplifica con estas tecnologías y muestra cómo la mente integra con flexibilidad elementos no biológicos en el mapa del yo (Chancel et al., 2023; Lanfranco et al., 2023).

Algo similar ocurre con los órganos artificiales. En los trasplantes cardíacos y el uso de corazones artificiales se ha documentado una transformación de las señales interoceptivas. El latido, que normalmente provee un ritmo basal para la experiencia del yo y de la emoción, se altera cuando el órgano implantado tiene un flujo continuo o cuando la inervación vagal se ve interrumpida (Salamone et al., 2020; Sophie et al., 2021). La evidencia muestra que esta alteración puede reducir la exactitud interoceptiva en el corto plazo, aunque existen procesos de recalibración a través de la plasticidad cerebral. En este sentido, la bioelectrónica, a través de dispositivos de estimulación vagal o nanosensores implantables, se proyecta como una vía para restituir o incluso enriquecer los bucles de percepción interoceptiva (Pavlov y Tracey, 2022; González-González et al., 2024; Lerman et al., 2025).

Los chips cerebrales asistidos por inteligencia artificial introducen una dimensión aún más compleja. Al decodificar intenciones motoras o lingüísticas y transformarlas en acciones externas, estas interfaces pueden convertirse en extensiones directas de la agencia. No obstante, cuando la asistencia algorítmica supera la capacidad del usuario, surge una ambigüedad en la atribución de control: ¿es el sujeto quien actúa o es el algoritmo quien completa la acción? Este fenómeno, ya señalado en paradigmas de interfaces cerebro-máquina, pone de relieve el riesgo de un desplazamiento de la sensación de agencia hacia una entidad híbrida, en la que lo humano y lo tecnológico se vuelven inseparables (Serino, 2022; Dimova-Edeleva et al., 2022; Willett et al., 2023).

En conjunto, estas transformaciones apuntan a que la construcción de la realidad, lejos de ser un proceso exclusivamente neurobiológico, se convierte en un fenómeno tecno-biológico. El yo, en tanto unidad de percepción y agencia, ya no estaría anclado únicamente en el cuerpo biológico, sino en un ensamblaje flexible que integra materia orgánica, prótesis y algoritmos. Esto abre interrogantes filosóficos y clínicos: ¿cómo se redefine la continuidad identitaria cuando las señales que sostienen la emoción o el movimiento provienen de circuitos artificiales? ¿Qué significa “sentirse vivo” cuando la vibración visceral del corazón puede ser sustituida por un flujo mecánico silencioso?

Este escenario no debe ser comprendido en clave distópica o eufórica, sino en clave empírica y ética. Empírica, porque existen ya metodologías para evaluar estas transformaciones, desde tareas de detección interoceptiva hasta paradigmas de embodiment con ilusiones multisensoriales, que permiten cuantificar la integración de lo biológico y lo artificial. Y ética, porque estas tecnologías plantean dilemas en torno a la autonomía, la agencia y la justicia. Un dispositivo que asista la toma de decisiones o que module estados emocionales no solo amplía capacidades, sino que puede también reducir la percepción de control personal si no se diseña con transparencia y posibilidad de veto (van Stuijvenberg et al., 2024).

En conclusión, el transhumanismo no puede pensarse únicamente como una promesa de mejora funcional. Su impacto alcanza las raíces de la experiencia humana al modificar la manera en que cuerpo y mente se articulan en la construcción de la realidad. La hipótesis que aquí se propone sostiene que las tecnologías de hibridación no son neutrales: reconfiguran los bucles de percepción e inferencia que sostienen el yo y, con ello, la fenomenología misma de la existencia. Comprender estas transformaciones exigirá una investigación interdisciplinar que combine neurociencia, psicología, filosofía y bioética, con el fin de acompañar este cambio histórico de manera crítica y responsable.

 

Referencias

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La desfragmentación identitaria ecológico-vincular como clave transdiagnóstica: hacia una psicopatología del Yo en red

Pública

Resumen

La mayor parte de los modelos clínicos describen el sufrimiento psíquico desde adentro (sesgos cognitivos, afectos desregulados, circuitos neurobiológicos) o desde arriba (categorías diagnósticas y trayectorias vitales). En este ensayo se propone desplazar el foco hacia el espacio relacional donde las identidades se negocian, se confirman o se fracturan. Se denomina desfragmentación identitaria ecológico-vincular al proceso por el cual la autoexperiencia de la persona deja de acoplarse con las versiones de sí que circulan en su entorno significativo. Esta desincronía sostenida erosiona la continuidad del Yo y se traduce en sufrimiento emocional y desregulación psicobiológica. Para fundamentar este planteamiento se integran tradiciones clásicas y contemporáneas: looking-glass self, Yo dialógico, identidad narrativa, autoverificación, ecología del desarrollo, autoconstrucciones culturales, procesamiento predictivo, teoría polivagal, social baseline theory y modelos de redes de síntomas, todas ellas con el fin de sostener que la coherencia identitaria relacional constituye un mecanismo transdiagnóstico de primer orden.

Hacia un Yo ecológico

Entender el Yo como proceso y no como sustancia fija constituye una intuición fundacional de la psicología moderna. James (1890) distinguía entre el Yo como agencia experiencial y el Mí como objeto de conocimiento, subrayando que la continuidad del self es una tarea narrativa permanente que compone y recompone la experiencia en el tiempo. La sociología temprana amplió esa perspectiva con el looking-glass self de Cooley (1902), según el cual las personas internalizan la mirada ajena y, al hacerlo, organizan su autoimagen. Desde el interaccionismo simbólico, Mead sostuvo que el Yo emerge en la negociación de roles y significados, idea que resuena con desarrollos contemporáneos como el Yo dialógico de Hermans (2001), donde distintas “posiciones” internas conforman un sistema polifónico.

En el terreno psicológico, la identidad como relato vital, que da coherencia a la biografía, orienta el deseo y organiza metas, fue tematizada por McAdams (2001). Pero ese relato no ocurre en el vacío: se ecologiza en redes de vínculos, instituciones y prácticas culturales (Bronfenbrenner, 1979). Las diferencias culturales en la articulación del self (independiente/interdependiente) muestran que la coherencia identitaria es inseparable de sus guiones socioculturales (Markus y Kitayama, 1991). De aquí se desprende una tesis central: la salud del self no puede evaluarse al margen de los contextos que lo hacen posible, ni de los marcos de reconocimiento que confieren legitimidad a ciertas versiones de uno mismo frente a otras.

Fragmentación identitaria como dinámica ecológica

Se propone denominar coherencia identitaria relacional al grado de acoplamiento operativo entre la autoexperiencia (“quién soy cuando me cuento”) y las asignaciones identitarias que circulan efectivamente en un ecosistema vincular (“quién dicen que soy”, “cómo me tratan”). No se trata de unanimidad ni de simetría, sino de equivalencia entre posiciones del Yo. La literatura empírica ofrece antecedentes relevantes: la claridad del autoconcepto se asocia a un mejor ajuste psicológico (Campbell et al., 1996); la diferenciación del self entre contextos puede anticipar malestar cuando es extrema o desarticulada (Donahue et al., 1993); la autoverificación describe la tendencia a buscar entornos que confirmen una autoimagen coherente, incluso si no es positiva (Swann, 1987); y la discrepancia del self explica el impacto afectivo de la distancia entre el “yo real”, el “ideal” y el “debería” (Higgins, 1987).

La desfragmentación identitaria ecológico-vincular nombra el fracaso crónico de esa equivalencia: cuando múltiples versiones de uno mismo coexisten sin puentes narrativos ni pactos de reconocimiento, el relato se interrumpe, las emociones dejan de funcionar como señales contextuales y la experiencia de continuidad del Yo se erosiona. Esta desarticulación se vuelve especialmente patógena cuando se distribuye en varios sistemas (familia, pareja, trabajo), instaurando un patrón de vulnerabilidad regulatoria persistente.

Mecanismos psicobiológicos y redes de mantenimiento

El marco del procesamiento predictivo ofrece una lectura mecanicista de esta dinámica. El cerebro minimiza la incertidumbre ajustando modelos generativos de los estados internos y del entorno (Friston, 2010). Aplicado al self, la identidad funciona como un modelo de «mí mismo” que anticipa cómo seré percibido y qué consecuencias tendrán mis acciones (Hohwy, 2013). Si el entorno devuelve señales incompatibles con ese modelo, por ejemplo, trato hostil cuando se anticipa reconocimiento, se multiplican los errores de predicción: el sistema debe revisar creencias, cambiar de contexto o activar defensas atencionales y afectivas. Cuando el desajuste es sostenido y multisistémico, el coste energético de mantener la autorregulación se dispara, deteriorando la fluidez identitaria.

Este coste se incrementa si fallan las condiciones de seguridad. La teoría polivagal sugiere que la neurocepción de seguridad organiza la coreografía autonómica del vínculo; su interrupción favorece estados defensivos que enturbian la sintonía social (Porges, 2011). En paralelo, la social baseline theory plantea que el cerebro asume el apoyo social como línea de base; sin él, toda regulación es más costosa (Beckes y Coan, 2011). Desde la psicología social, la pertenencia a múltiples grupos introduce reglas de identidad potencialmente incompatibles (Tajfel y Turner, 1979), y la complejidad de identidad social explica cómo la integración (o colisión) de esas pertenencias modula la vulnerabilidad (Roccas y Brewer, 2002).

Los modelos de redes en psicopatología muestran cómo, una vez iniciada, la desfragmentación puede autoperpetuarse: nodos como incongruencia identitaria, rumiación, despersonalización o evitación social pueden adquirir centralidad y puentear subsistemas sintomáticos, manteniendo el cuadro clínico (Borsboom, 2017; ver también Robinaugh et al., 2020). En términos transdiagnósticos, la desfragmentación actuaría como mecanismo mantenedor que conecta diferentes síndromes, con afinidad al enfoque dimensional de los procesos nucleares (Barlow et al., 2014) y a la lógica de dominios funcionales propuesta por los Criterios de dominio de Investigación (Insel et al., 2010).

Pluralidad habitada versus multiplicidad desbordada

La multiplicidad del self es ubicua y, en muchos casos, adaptativa: permite modular la conducta según normas contextuales y expectativas relacionales (Markus y Kitayama, 1991). La cuestión clínica no es “cuántos Yoes” hay, sino cómo se articulan. La teoría del Yo dialógico ofrece un andamiaje conceptual para pensar meta posiciones que organicen la polifonía interna (Hermans, 2001), mientras que la identidad narrativa aporta herramientas para integrar temporalmente la experiencia (McAdams, 2001). El puente operativo entre ambas es la mentalización, entendida como la capacidad de representar estados mentales propios y ajenos como opacos pero legibles, y de sostener tensiones entre perspectivas sin colapso (Fonagy y Target, 1997). Allí donde la mentalización se debilita, por trauma relacional temprano, adversidad crónica o entornos disociativos, la pluralidad deja de ser habitada y se convierte en multiplicidad desbordada.

El marco del trauma complejo profundiza esta transición. Herman (1992) mostró cómo la violencia relacional sostenida disloca el sentido de continuidad personal, mientras que la disociación estructural describe organizaciones del self en las que partes con funciones defensivas quedan segregadas de la experiencia cotidiana (van der Hart, Nijenhuis, y Steele, 2006). La dimensión somática de esta fragmentación (hiper/hipo activación, anestesia afectiva) ha sido ampliamente documentada (Van der Kolk, 2014). En este horizonte, la desfragmentación ecológico-vincular no es un rasgo idiosincrásico, sino un modo de adaptación que se cronifica en ausencia de reconocimiento y sostén.

Clínica del reconocimiento: reparar puentes sin uniformar

Un corolario importante es clínico: el objetivo no es uniformar, sino restaurar la coherencia en la diversidad. Ello requiere, primero, evaluar el alineamiento identitario en clave ecológica: no sólo “¿cómo te ves?”, sino “¿qué versiones tuyas sostienen o impugnan quienes más pesan en tu vida?” y “¿qué reglas de pertenencia y reconocimiento rigen esos contextos?” (Swann, 1987). Segundo, intervenir en la traducción, combinando dispositivos narrativos (reconstrucción biográfica, elaboración de scripts identitarios), trabajos sistémicos (renegociación de pactos de reconocimiento) y experiencias encarnadas que reanuden la sintonía intercorporal (McAdams, 2001; Hermans, 2001). Tercero, fortalecer la mentalización como función metarreguladora; la evidencia del tratamiento basado en la mentalización sugiere que incrementar la capacidad reflexiva mejora la integración del self y reduce patrones relacionales desorganizados (Bateman y Fonagy, 2004).

Desde un prisma transdiagnóstico, estas intervenciones buscan mover nodos y puentes en la red sintomática: reducir la centralidad de la incongruencia identitaria, reinstalar seguridad relacional (Porges, 2011), y sustituir ciclos de rumiación/evitación por bucles de exploración/aprendizaje. En términos de evaluación, se sugiere complementar medidas de claridad del self (Campbell et al., 1996) y diferenciación contextual (Donahue et al., 1993) con monitoreo ecológico (EMA), informantes múltiples y análisis de redes dinámicas para mapear el acoplamiento/desacople identitario en tiempo real (Robinaugh et al., 2020).

Consideraciones culturales y epistemológicas

La coherencia no debe confundirse con conformidad. La presión por la homogeneidad identitaria puede patologizar variaciones legítimas y culturalmente sancionadas. Dado que la forma social de la coherencia varía entre culturas y subculturas (Markus y Kitayama, 1991), cualquier criterio clínico debe situarse en su ecología sociocultural (Bronfenbrenner, 1979). Epistemológicamente, pensar el self como institución social encarnada obliga a articular niveles de análisis: neurobiológico, psicológico, relacional y cultural. En vez de postular una ontología cerrada del Yo, la propuesta actúa como principio regulativo: donde los pactos de reconocimiento fallan de modo crónico y no hay metarrelatos que contengan la diversidad, aumenta la probabilidad de sufrimiento.

Metodológicamente, el reto es operacionalizar la coherencia identitaria relacional sin empobrecerla: combinar medidas dimensionales, tareas de atribución recíproca, registros fisiológicos ligados a seguridad/amenaza (polivagal) y modelos de red que identifiquen síntomas puente y nodos centrales susceptibles de intervención (Borsboom, 2017; Porges, 2011).

Conclusión

Releer la psicopatología desde la desfragmentación identitaria ecológico-vincular no sustituye los enfoques neurobiológicos ni intrapsíquicos, pero los recontextualiza: el self se hace, y a veces se deshace, en una trama de vínculos y expectativas recíprocas. Cuando esa trama pierde sus traductores y se rompen los pactos de reconocimiento, la continuidad del Yo se erosiona y el sufrimiento se organiza. La clínica deviene entonces un arte de la traducción y del reconocimiento: reinstalar seguridad, tejer relatos que vuelvan comunicables las voces internas y renegociar, en los vínculos que importan, condiciones para habitar una pluralidad integrada.

 

Bibliografía

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Comprender y tratar la adicción a la cocaína: un enfoque integrado desde la neurobiología, el contexto sociocultural y la agencia psicológica

Pública

Resumen

La adicción a la cocaína constituye un problema de salud pública global con implicaciones neurobiológicas, psicológicas y sociales complejas. Este artículo examina sus causas desde tres niveles interrelacionados: (1) los mecanismos neurobiológicos implicados en la dependencia y compulsión al consumo, (2) la influencia del contexto sociocultural en la iniciación y mantenimiento de la conducta adictiva, y (3) la agencia psicológica del individuo en la configuración de su relación con la sustancia. Asimismo, se exploran abordajes terapéuticos que combinan intervenciones basadas en evidencia, como la terapia cognitivo-conductual y el psicoanálisis, con terapias complementarias, entre las que se incluyen talleres de escritura, musicoterapia, yoga y mindfulness, dentro de un equipo multidisciplinar. Se argumenta que la integración de estas perspectivas favorece una comprensión más amplia del fenómeno y optimiza las estrategias de intervención.

Palabras clave: cocaína, adicción, neurobiología, sociocultural, agencia, tratamiento multidisciplinar.

Introducción

La cocaína es un estimulante del sistema nervioso central con alto potencial adictivo, cuyo consumo ha mostrado un incremento sostenido en diferentes regiones del mundo, especialmente en Europa y América (United Nations Office on Drugs and Crime [UNODC], 2024). El abordaje de esta problemática requiere superar visiones reduccionistas y considerar la interacción entre factores biológicos, psicológicos y sociales. Este trabajo propone un modelo en capas para comprender la adicción a la cocaína y plantea un marco de intervención que articule terapias basadas en evidencia con prácticas complementarias.

 

Causas de la adicción a la cocaína

Capa neurobiológica

La adicción a la cocaína implica alteraciones neurobiológicas profundas en circuitos de recompensa, control ejecutivo y estrés emocional. La cocaína bloquea el transportador de dopamina (DAT), lo que provoca una acumulación sináptica masiva en regiones como el núcleo accumbens, consolidando el circuito de recompensa (Koob & Volkow, 2016). Además, reduce la disponibilidad de receptores D2 en la corteza prefrontal medial, alterando la regulación ejecutiva (Martínez-Rivera et al., 2021).

La conectividad funcional entre regiones límbicas y corticales se modifica, favoreciendo la sobrerreacción a señales asociadas a la droga frente a recompensas naturales. Asimismo, la desregulación del eje hipotálamo–hipófisis–adrenal (HPA) incrementa la vulnerabilidad a la recaída bajo estrés (Lopez-Gamundi et al., 2023).

Estos cambios no solo generan una respuesta aguda de placer, sino que reconfiguran crónicamente la arquitectura cerebral, perpetuando la priorización del estímulo droga sobre otras motivaciones.

Capa sociocultural

El consumo de cocaína está inserto en redes de sentido y contextos sociales que influyen decisivamente en su inicio y mantenimiento. En entornos de ocio nocturno y subculturas urbanas, la cocaína se asocia con estatus, éxito o creatividad, lo que reduce la percepción del riesgo (Lunde & Lund, 2024).

Las narrativas culturales que la presentan como catalizador creativo o signo de pertenencia a élites refuerzan su legitimidad simbólica. En contextos marginalizados, puede actuar como elemento de integración o afrontamiento ante realidades de exclusión.

Factores estructurales como la disponibilidad, la presión de pares y las normas de género también condicionan su uso (Nyoni et al., 2024). La “normalización” del consumo en ciertos entornos refuerza la integración de la cocaína en prácticas sociales, afectando la percepción de daño y la decisión de consumo.

Capa psicológica y agencia del individuo

Desde la psicología, la adicción a la cocaína se vincula con vulnerabilidades individuales y con la capacidad de agencia, entendida como la facultad de tomar decisiones intencionales (Bandura, 2006).

El inicio del consumo puede responder a la búsqueda de estimulación, evasión del malestar o compensación de una autoestima frágil. Estilos de apego inseguros aumentan la probabilidad de regular emociones mediante sustancias (Mikulincer & Shaver, 2016).

La comorbilidad psiquiátrica es frecuente: depresión, trastorno de estrés postraumático, trastornos de ansiedad y TDAH son comunes entre consumidores de cocaína (Håkansson et al., 2024; Wilens et al., 2023). En el caso del TDAH, la prevalencia alcanza hasta el 25 % y aumenta el riesgo y la gravedad del trastorno por uso de cocaína.

La adicción puede erosionar la capacidad de autodeterminación, pero la intervención terapéutica puede restaurarla, trabajando la planificación, la regulación emocional y la reconstrucción del sentido de sí mismo como agente activo de su vida.

Tratamiento desde equipos multidisciplinares

El abordaje terapéutico de la adicción a la cocaína exige una respuesta que vaya más allá de intervenciones aisladas, adoptando un modelo multidisciplinar que contemple las dimensiones biológica, psicológica y social del trastorno. La evidencia científica disponible respalda que los programas más eficaces son aquellos que integran, de forma coordinada, diferentes disciplinas clínicas y psicosociales, incluyendo tanto las terapias basadas en evidencia como intervenciones complementarias que favorecen la adherencia y el bienestar global del paciente (NIDA, 2023).

En el núcleo de este modelo se encuentran profesionales que aportan perspectivas y competencias diversas: el psiquiatra, responsable de la valoración médica, el manejo farmacológico y el seguimiento de la salud física y mental; el psicólogo clínico, encargado de implementar estrategias psicoterapéuticas adaptadas al perfil del paciente; el terapeuta ocupacional, que orienta la recuperación funcional y el desarrollo de hábitos saludables; el trabajador social, que interviene en los determinantes sociales de la salud y gestiona recursos comunitarios; y los facilitadores de terapias expresivas o corporales, que amplían el espectro de posibilidades terapéuticas. El trabajo conjunto se articula en torno a un plan de tratamiento consensuado, revisado periódicamente en reuniones clínicas, donde cada disciplina aporta su visión para ajustar los objetivos y estrategias según la evolución del paciente.

Entre las intervenciones psicoterapéuticas, la terapia cognitivo-conductual (TCC) ha acumulado el mayor respaldo empírico en el tratamiento de la dependencia a la cocaína (Carroll & Onken, 2005; Magill et al., 2019). Su utilidad radica en su capacidad para identificar y modificar creencias disfuncionales, desarrollar habilidades de afrontamiento ante situaciones de riesgo y consolidar estrategias de prevención de recaídas. En paralelo, la psicoterapia psicodinámica y el psicoanálisis ofrecen un espacio para explorar los significados inconscientes que el paciente atribuye a la sustancia, desentrañando vínculos con experiencias tempranas, conflictos internos y patrones de repetición que sostienen el consumo. En estos enfoques, la transferencia y la contratransferencia se convierten en herramientas para elaborar de forma simbólica aquello que antes se expresaba en el acto compulsivo.

Junto a estos modelos, las llamadas terapias de tercera generación, como la prevención de recaídas basada en mindfulness (MBRP) o la terapia de aceptación y compromiso (ACT), han mostrado un impacto positivo en la reducción del craving y en la mejora de la regulación emocional, favoreciendo una mayor flexibilidad psicológica y una relación más consciente con la experiencia interna (Bowen et al., 2014; Hayes et al., 2011). Aunque actualmente no existe un fármaco aprobado específicamente para el tratamiento de la dependencia de cocaína, algunos agentes como el modafinilo, el disulfiram o los antidepresivos se utilizan en determinados casos para mitigar el craving o abordar comorbilidades ansioso-depresivas, siempre bajo estricta supervisión médica.

El valor añadido del modelo multidisciplinar reside en su capacidad para integrar, junto a las intervenciones clínicas convencionales, una serie de prácticas complementarias que, si bien no sustituyen a las terapias principales, enriquecen el proceso de rehabilitación y refuerzan la motivación intrínseca del paciente. Talleres de escritura terapéutica permiten narrar y resignificar experiencias vitales; la musicoterapia actúa sobre el sistema límbico, modulando el estado de ánimo y fortaleciendo el sentido de pertenencia; el yoga y el mindfulness favorecen la conexión cuerpo–mente, la autorregulación fisiológica y la reducción de la reactividad al estrés; mientras que las artes plásticas o el teatro terapéutico facilitan la expresión simbólica y el ensayo de roles más saludables.

Estas intervenciones se complementan con programas de reinserción laboral y educativa, acciones dirigidas a fortalecer las redes de apoyo y trabajo específico con las familias, con el fin de modificar dinámicas disfuncionales y mejorar la comunicación. Todo ello se desarrolla en un marco de coordinación real, en el que la información clínica se comparte entre los miembros del equipo, los objetivos se definen de forma conjunta y el progreso se evalúa mediante instrumentos validados.

En definitiva, el tratamiento multidisciplinar no se limita a la suma de intervenciones, sino que constituye una red de acción sinérgica capaz de atender las múltiples dimensiones de la adicción a la cocaína. Al abordar simultáneamente los factores neurobiológicos, las vulnerabilidades psicológicas y los condicionantes sociales, este modelo aumenta las probabilidades de éxito terapéutico y de sostenimiento de la abstinencia a largo plazo, al tiempo que favorece la reconstrucción del sentido de agencia y la reintegración plena del individuo en su entorno.

Discusión

La comprensión multidimensional de la adicción a la cocaína, articulada en torno a las capas neurobiológica, sociocultural y psicológica, permite superar las limitaciones de los modelos unifactoriales y abre la puerta a intervenciones más ajustadas a la realidad del paciente. Desde la perspectiva neurobiológica, se reconoce que los cambios en los circuitos de recompensa y control inhibitorio no solo son una consecuencia del consumo, sino que también constituyen un factor de perpetuación de la conducta adictiva. Esta constatación tiene implicaciones clínicas relevantes: no basta con apelar a la voluntad o a la motivación del paciente; es necesario diseñar intervenciones que modifiquen la reactividad al estímulo droga y fortalezcan las funciones ejecutivas.

Por otro lado, la capa sociocultural subraya que el consumo de cocaína no es un acto aislado, sino que se inscribe en redes de significados, normas y dinámicas de poder. Esto implica que la prevención y el tratamiento deben incluir estrategias que cuestionen las narrativas culturales que legitiman o banalizan el consumo, así como intervenciones que reduzcan la exposición a contextos de alto riesgo.

La dimensión psicológica, centrada en la agencia del individuo, recuerda que, incluso en presencia de alteraciones neurobiológicas y presiones sociales, las personas mantienen cierto margen para redefinir sus conductas. El reto clínico radica en identificar y fortalecer estos espacios de agencia, ayudando al paciente a recuperar un sentido de control y propósito.

El tratamiento multidisciplinar aparece como la respuesta más coherente a esta complejidad. Sin embargo, su implementación no está exenta de desafíos: la coordinación efectiva entre profesionales, la adaptación cultural de las intervenciones y la sostenibilidad de los recursos a largo plazo son retos que deben abordarse para garantizar su eficacia. Además, aunque las terapias complementarias muestran beneficios prometedores, su integración sistemática en programas basados en evidencia aún requiere más estudios controlados que respalden su eficacia específica en la adicción a la cocaína.

Futuras líneas de investigación deberían explorar intervenciones que combinen neuroestimulación, psicoterapia y terapias complementarias, así como el uso de tecnologías de seguimiento y apoyo en tiempo real. También sería valioso profundizar en el estudio de cómo las variables culturales y de género modulan la respuesta al tratamiento, para avanzar hacia modelos más personalizados y culturalmente sensibles.

En definitiva, este análisis refuerza la idea de que comprender y tratar la adicción a la cocaína implica reconocer la interacción dinámica entre biología, cultura y subjetividad, y que el éxito terapéutico dependerá de nuestra capacidad para integrar estas dimensiones en un marco clínico coherente, coordinado y sostenible.

Conclusiones y perspectivas futuras

Comprender la adicción a la cocaína exige mantener una mirada sistémica y dinámica: los circuitos neurobiológicos de recompensa y control, las tramas socioculturales que normalizan o penalizan el consumo, y la agencia psicológica que se erosiona pero puede reconstruirse, no operan como capas aisladas, sino como un sistema acoplado que se retroalimenta. Esta lectura integrada no solo mejora la explicación del fenómeno, sino que orienta con mayor precisión las decisiones clínicas y las políticas públicas.

En el plano biomédico, el futuro pasa por una medicina de las adicciones de precisión. La combinación de biomarcadores (neuroimagen funcional, perfiles inflamatorios, medidas del eje HPA, epigenética) con fenotipado digital (datos de uso del móvil, patrones de sueño/actividad en wearables, autorregistros ecológicos) permitirá estratificar riesgos, anticipar recaídas y ajustar tratamientos en tiempo real. Modelos de aprendizaje automático, bien gobernados y transparentes, podrían apoyar decisiones clínicas complejas, por ejemplo, cuándo intensificar una intervención o cuándo priorizar la gestión del estrés frente al entrenamiento de habilidades. Este salto técnico deberá ir acompañado de medición sistemática de resultados más allá de la abstinencia: calidad de vida, funcionamiento social y capital de recuperación.

En el terreno terapéutico, se consolidará la hibridación de marcos: TCC y prevención de recaídas seguirán siendo eje, pero integradas con terapias de tercera ola (MBRP, ACT) y con psicoterapia psicodinámica cuando la historia del paciente lo requiera. La gestión de contingencias, una de las intervenciones conductuales con mejor evidencia para cocaína, tendrá que escalarse con soporte digital y con modelos de incentivos éticos y sostenibles. En paralelo, las neuro modulaciones (p. ej., estimulación magnética transcraneal dirigida a redes frontales) y nuevos candidatos farmacológicos (moduladores dopaminérgicos, TAAR1, combinaciones racionales para comorbilidad) requieren ensayos robustos y comparativos frente a estándares. Campos emergentes como la psicoterapia asistida con psicodélicos se deben evaluar con rigor metodológico, protocolos de seguridad estrictos y criterios de inclusión bien delimitados, evitando extrapolaciones prematuras.

Ninguna innovación biomédica será suficiente si se desatienden los determinantes sociales. La reducción de daños, las intervenciones sensibles al género y a la cultura, la protección frente a adulterantes peligrosos y la disminución del estigma son palancas con impacto poblacional. Políticas de salud pública que prioricen acceso temprano, vías integradas de atención y soporte social efectivo son tan terapéuticas como una técnica psicoterapéutica bien aplicada. Aquí, la noción de capital de recuperación (recursos personales, sociales y comunitarios que sostienen el cambio) debería convertirse en un objetivo explícito de los programas.

En cuanto a organización de servicios, el futuro apunta a modelos escalonados e híbridos: atención presencial combinada con telepsicología, monitorización remota del craving y check-ins breves entre sesiones para mantener adherencia. Equipos multidisciplinares apoyados por copilotos de IA pueden reducir carga administrativa, detectar señales tempranas de riesgo y facilitar la coordinación; pero su adopción exige marcos éticos sólidos, protección de datos, auditorías de sesgo y participación activa de pacientes y clínicos en el diseño.

La agenda de investigación debe moverse del “qué funciona” al “para quién, cuándo y por qué”. Prioridades: (1) ensayos adaptativos que personalicen tratamientos según respuesta temprana; (2) estudios mecanísticos que vinculen cambios clínicos con marcadores cerebrales, fisiológicos y comportamentales; (3) evaluación de terapias complementarias con diseños rigurosos y desenlaces duros; (4) ciencia de la implementación para cerrar la brecha entre evidencia y práctica real; y (5) análisis de costo-efectividad que sostengan la financiación de intervenciones complejas a largo plazo.

Finalmente, el horizonte ético y de equidad es ineludible. La sofisticación tecnológica no debe profundizar brechas de acceso ni convertir la atención en un mosaico fragmentado. La centralidad de la persona; su autonomía, su proyecto vital, su contexto relacional, es el criterio que debe gobernar la integración de innovaciones. Si el pasado estuvo dominado por explicaciones parciales (lo biológico, lo psicológico o lo social), el futuro de la cuestión será tanto más prometedor cuanto mejor sepamos tejer neuronas, narrativas y normas en dispositivos clínicos y comunitarios coherentes, medibles y sostenibles. Solo así podremos transformar trayectorias de consumo en trayectorias de recuperación con sentido, dignidad y estabilidad en el tiempo.

 

Bibliografía

Bandura, A. (2006). Toward a psychology of human agency. Perspectives on Psychological Science, 1(2), 164–180. https://doi.org/10.1111/j.1745-6916.2006.00011.x

Bowen, S., Chawla, N., & Marlatt, G. A. (2014). Mindfulness-based relapse prevention for addictive behaviors: A clinician’s guide. Guilford Press.

Carroll, K. M., & Onken, L. S. (2005). Behavioral therapies for drug abuse. American Journal of Psychiatry, 162(8), 1452–1460. https://doi.org/10.1176/appi.ajp.162.8.1452

Håkansson, A., Jesionowska, V., & Widinghoff, C. (2024). Psychiatric comorbidity and substance use disorders: Prevalence, clinical correlates, and treatment implications. Annals of General Psychiatry, 23(1), 15. https://doi.org/10.1186/s12991-024-00517-x

Hayes, S. C., Strosahl, K. D., & Wilson, K. G. (2011). Acceptance and commitment therapy: The process and practice of mindful change (2nd ed.). Guilford Press.

Koob, G. F., & Volkow, N. D. (2016). Neurobiology of addiction: A neurocircuitry analysis. The Lancet Psychiatry, 3(8), 760–773. https://doi.org/10.1016/S2215-0366(16)00104-8

Lopez-Gamundi, P., Spetter, M. S., & Sinha, R. (2023). HPA axis dysregulation in relapse vulnerability: Mechanisms and clinical implications. Heliyon, 9(3), e127329. https://doi.org/10.1016/j.heliyon.2023.e127329

Lunde, K. B., & Lund, I. O. (2024). Cultural narratives and cocaine normalization: A qualitative study. Nordic Studies on Alcohol and Drugs, 41(2), 123–141. https://doi.org/10.1177/14550725241234732

Magill, M., Ray, L. A., & Kiluk, B. D. (2019). Cognitive-behavioral therapy for substance use disorders. In K. Witkiewitz, K. D. McCrady, & J. D. Tonigan (Eds.), Alcohol and drug treatment: Evidence-based practice (pp. 85–102). Routledge.

Martínez-Rivera, F. J., Pérez-García, M., & Verdejo-García, A. (2021). Dopamine dysregulation in cocaine addiction: Implications for neurocognitive function. Frontiers in Pharmacology, 12, 624127. https://doi.org/10.3389/fphar.2021.624127

Mikulincer, M., & Shaver, P. R. (2016). Attachment in adulthood: Structure, dynamics, and change (2nd ed.). Guilford Press.

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Nyoni, T., Moyo, T., & Chikanya, T. (2024). Gender, culture and cocaine use patterns in African and European contexts. Frontiers in Psychiatry, 15, 1328318. https://doi.org/10.3389/fpsyt.2024.1328318

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Wilens, T. E., Morrison, N. R., & Prince, J. B. (2023). Attention-deficit/hyperactivity disorder and substance use disorders: Evidence, diagnosis, and treatment. Journal of Clinical Psychiatry, 84(3), 23ac14677. https://doi.org/10.4088/JCP.23ac14677

 

Fantasía, goce y compulsión: el asesino serial y el adicto como figuras límite de la subjetividad contemporánea

Pública

En un rincón sombrío de la cultura contemporánea habita una escena imposible. Una escena que no ocurre, pero que se repite una y otra vez en la mente del asesino en serie o del adicto compulsivo. No se trata de dos fenómenos clínicos desconectados, sino de dos formas de subjetividad que, desde ángulos diferentes, persiguen el mismo objeto perdido: una experiencia absoluta de goce que jamás se realiza en la realidad, pero cuya promesa sostiene sus actos.

Es posible, y necesario, mirar más allá de las etiquetas clínicas del reduccionismo penal o de la visión biomédica del consumo. Existe un territorio compartido entre el ritual del crimen y el ciclo del consumo, una zona donde la repetición no responde a la lógica de la elección racional ni al simple deseo de placer, sino a una fantasía estructurante que organiza el sentido y el sufrimiento del sujeto. Una fantasía que, paradójicamente, solo se fortalece en la medida en que fracasa en realizarse.

El asesino serial no mata por matar. Su acto está atravesado por una escena fantasmática que ha sido elaborada, ritualizada, incluso perfeccionada a través del tiempo. Esa escena es interna, íntima, y busca generar una experiencia de poder, control y satisfacción última. Sin embargo, nunca ocurre como él la había soñado. Siempre falta algo. Por eso repite. Y cada repetición es un intento desesperado de alcanzar esa imagen ideal que solo existe en su cabeza, y que cada crimen real se encarga de desmentir.

Del mismo modo, el adicto no consume simplemente por dependencia física. Lo que persigue es una vivencia que vivió, o cree haber vivido, en el pasado: la primera dosis, ese instante de disolución, de éxtasis, de desconexión o de pertenencia. Esa experiencia originaria se convierte en una suerte de mito personal. No importa cuánta sustancia consuma, nunca logra replicarla. Y, sin embargo, la sigue buscando, como si cada dosis pudiese reparar el desajuste entre lo que anhela y lo que obtiene.

Este mecanismo responde a una lógica estructural que el psicoanálisis ha descrito como fantasía y goce. No hablamos aquí del placer como experiencia homeostática o satisfactoria, sino del goce como ese exceso que bordea el dolor, el desborde, lo real. En ambos casos —el crimen ritualizado y la adicción compulsiva— el sujeto se encuentra atrapado en un circuito en el que el intento de acceder al goce solo produce más falta. Es la repetición lo que estructura el vínculo con la escena, no su realización. Como escribió Jacques Lacan, “no hay relación sexual”, es decir, no hay completud posible, y cualquier intento de alcanzarla por la vía del acto está condenado al fracaso.

Pero este circuito no ocurre en el vacío. La cultura contemporánea —especialmente en su forma neoliberal— ha hecho del goce un mandato. Se nos exige gozar, alcanzar la plenitud, vivir intensamente, rendir, superarnos. El deseo, que en otras épocas estaba marcado por la prohibición o por la represión, hoy aparece comandado por la obligación de alcanzar un ideal de completud que siempre se escapa. Es este mandato estructural el que convierte a la subjetividad en adicta: adicta al rendimiento, al estímulo, a la validación constante. El asesino y el adicto, en este marco, no son anomalías patológicas, sino figuras extremas de un mismo drama compartido: el de sujetos que, en su desesperación, hacen algo —aunque sea destructivo— para no enfrentarse con lo insoportable de la falta.

La sociología clínica ha intentado pensar este malestar desde una perspectiva que no lo reduzca a lo individual, sino que lo entienda como el resultado de una configuración sociohistórica. Vincent de Gaulejac, entre otros, ha descrito cómo la subjetividad moderna está atravesada por tensiones que provienen de los imperativos de productividad, éxito y control. En este marco, el sufrimiento subjetivo no es el resultado de un fallo interno, sino una respuesta posible —aunque muchas veces trágica— a la imposibilidad de sostener los ideales que la sociedad impone.

En este sentido, tanto el asesino compulsivo como el adicto son figuras límite que nos devuelven la pregunta sobre qué tipo de subjetividades estamos produciendo como sociedad. Figuras que encarnan una lucha desgarradora entre la necesidad de sentido y la imposibilidad de encontrarlo, entre la promesa de un goce absoluto y la imposibilidad estructural de alcanzarlo.

Tal vez sea hora de dejar de preguntarnos únicamente qué les pasa a ellos y empezar a preguntarnos qué nos pasa a todos. Porque si algo comparten estas figuras es precisamente eso: la experiencia universal de la pérdida, de la falta, del vacío. Solo que en ellos, ese vacío ha adquirido una forma desesperada, ritual, compulsiva.

Frente a estas formas de sufrimiento, la respuesta no puede ser solo el castigo, la corrección o la rehabilitación farmacológica. Necesitamos dispositivos sociales, clínicos y comunitarios que reconozcan el lugar de la fantasía en la construcción del sufrimiento, y que permitan elaborar la pérdida no como algo que hay que tapar a toda costa, sino como una dimensión constitutiva de la experiencia humana.

En un mundo que nos invita permanentemente a evitar el dolor, a no mirar la herida, el asesino compulsivo y el adicto nos recuerdan —de forma brutal— que lo que no puede ser simbolizado retorna como repetición. Y que quizás, solo quizás, el primer paso para salir del circuito de lo imposible es dejar de perseguir lo que nunca estuvo del todo.

 

Bibliografía

  • Ehrenberg, A. (1998). La fatiga de ser uno mismo: Depresión y sociedad. Anagrama.

  • Gaulejac, V. de (2013). La sociedad enferma de gestión. Gedisa.

  • Han, B.-C. (2010). La sociedad del cansancio. Herder.

  • Lacan, J. (1972). El Seminario, Libro XX: Aún. Paidós.

  • Maté, G. (2019). El reino de los fantasmas hambrientos: Encuentros con la adicción. Ediciones La Llave.

  • Malabou, C. (2008). Qué hacer con nuestro cerebro. Cactus.

  • Schultz, W. (2016). Dopamine reward prediction-error signaling: a two-component response. Nature Reviews Neuroscience, 17(3), 183–195. https://doi.org/10.1038/nrn.2015.26

 

La inteligencia artificial como extensión de la mente humana: simbiosis cognitiva, riesgos ontológicos y escenarios de desconexión

Pública

Resumen

La inteligencia artificial (IA) está configurando una nueva relación entre el ser humano y la tecnología, dejando de ser una herramienta auxiliar para convertirse en una prótesis simbiótica del pensamiento. Este artículo reflexiona sobre la posibilidad de que la IA opere como una extensión cognitiva de la mente humana y se convierta en un fenómeno que transforma, desde fuera, los propios procesos mentales que la originaron. A través de una perspectiva psicocultural y filosófica, se analizan los efectos de esta sinergia en la cognición, las posibles pérdidas de habilidades fundamentales, y se plantea un escenario de desconexión tecnológica como ejercicio crítico. Se propone finalmente una mirada ética sobre la soberanía cognitiva en tiempos de integración tecnológica acelerada.

Palabras clave

Inteligencia artificial, cognición, simbiosis tecnológica, epifenómeno, neuroplasticidad, desconexión, psicología cultural

Artículo

En la historia de la humanidad, pocas invenciones han provocado una transformación tan acelerada y profunda en la cognición como la inteligencia artificial (IA). Lejos de ser una simple herramienta al servicio del pensamiento, la IA comienza a funcionar como una extensión simbiótica de la mente humana, modificando no solo la forma en que accedemos al conocimiento, sino también la manera en que pensamos, sentimos y nos relacionamos con el mundo. Esta fusión emergente entre mente biológica y sistemas inteligentes plantea preguntas de calado filosófico, neurocientífico y cultural: ¿vamos hacia un futuro en el que la IA sea una prótesis indispensable de la cognición? ¿Puede esta tecnología convertirse en un epifenómeno de la mente, es decir, en un subproducto que, sin ser consciente, transforma radicalmente la conciencia? Y si así fuera, ¿qué sucedería si una evento natural o provocado nos dejara desconectados de estos sistemas durante un tiempo indefinido?

La lectura, una habilidad adquirida y no innata, nos ofrece una analogía ilustrativa. Tal como demostraron estudios de neuroimagen (Dehaene, 2009), el cerebro humano no nació para leer; tuvo que adaptar circuitos evolutivamente más antiguos, como los encargados del reconocimiento visual de formas, para poder traducir símbolos escritos en lenguaje. Este fenómeno, conocido como reciclaje neuronal, revela la extraordinaria plasticidad de nuestro sistema nervioso ante invenciones culturales. La IA, en su actual despliegue, puede estar generando un proceso análogo, pero a una escala y velocidad sin precedentes: una expansión artificial del pensamiento que reconfigura nuestras funciones cognitivas fundamentales.

Ya hoy en día, millones de personas externalizan parte de su memoria en la nube, delegan decisiones a algoritmos de recomendación y se comunican mediante sistemas predictivos de lenguaje. Esta delegación funcional no solo ahorra esfuerzo, sino que transforma el paisaje mental mismo: pensar ya no es una acción puramente individual, sino una experiencia compartida entre humanos y máquinas. Conceptos como “cognición distribuida” (Hollan, Hutchins & Kirsh, 2000) o “mente extendida” (Clark, 2003) dejan de ser metáforas filosóficas para convertirse en realidades estructurales del día a día. Nos encontramos, quizás sin haberlo planeado, en medio de una transición evolutiva donde la mente humana se hibrida con sistemas no orgánicos, dando lugar a un nuevo tipo de simbiosis cognitiva.

Sin embargo, esta fusión no está exenta de tensiones ni de dilemas ontológicos. Desde una mirada filosófica, podría argumentarse que la IA es un epifenómeno de la mente humana: una consecuencia colateral de nuestro pensamiento simbólico, que no tiene voluntad ni conciencia propias, pero que afecta profundamente a la conciencia que lo originó. Es decir, aunque la IA carezca de intencionalidad, su existencia altera la manera en que el ser humano piensa, recuerda, aprende e incluso imagina. Esta inversión de causalidad —en la que el producto condiciona al productor— abre una grieta ontológica: ¿seguimos siendo nosotros los únicos agentes del pensamiento? ¿O estamos, sin advertirlo del todo, creando un nuevo nivel de pensamiento colectivo y tecnológicamente mediado que redefine la agencia humana?

Los efectos sobre la cognición ya son observables. Por un lado, la IA permite una optimización sin precedentes de tareas analíticas y creativas, reduce la carga cognitiva y ofrece respuestas rápidas y adaptativas. Por otro, se constata una pérdida progresiva de ciertas habilidades, como la memoria a largo plazo, la orientación espacial o la capacidad de lectura profunda (Carr, 2010). Estas transformaciones no son neutrales. A medida que se refuerzan ciertos circuitos cerebrales por el uso constante de tecnología inteligente, otros pueden atrofiarse por desuso. La paradoja que se nos presenta es inquietante: mientras perseguimos una mente aumentada, podríamos estar debilitando nuestras competencias cognitivas más esenciales.

La pregunta adquiere una nueva dimensión cuando consideramos escenarios de desconexión. En un futuro no lejano, donde la IA esté integrada en todas las capas de la vida cotidiana —desde la gestión emocional hasta la planificación logística, desde el aprendizaje hasta la terapia psicológica—, un evento natural que interrumpa el suministro eléctrico o la conectividad global podría provocar una especie de colapso funcional, una amnesia civilizatoria instantánea. Imaginemos una humanidad acostumbrada a pensar con la ayuda constante de máquinas, repentinamente obligada a recordar, decidir y comunicarse sin ellas. La pérdida de habilidades básicas, sumada a la dependencia estructural de sistemas automatizados, podría generar no solo un caos técnico, sino también un desgarro simbólico: la confrontación del ser humano con su propia vulnerabilidad sin mediación tecnológica.

En ese posible escenario de apagón, ciertos saberes hoy considerados obsoletos —la navegación por las estrellas, la caligrafía, la retención oral de conocimiento— podrían recobrar un valor insospechado. Pero la brecha generacional, entre quienes crecieron sin IA y quienes nunca conocieron un mundo sin ella, sería también una brecha ontológica. La experiencia del yo, del tiempo, del lenguaje y de la realidad misma estaría profundamente condicionada por la ausencia o presencia de estas tecnologías.

En última instancia, la incorporación de la IA en la mente humana no debe ser entendida únicamente como una innovación técnica, sino como una transformación antropológica. Nos enfrentamos al reto de mantener la soberanía cognitiva en un mundo donde delegar en la máquina es tentador, pero no siempre inocuo. La IA puede enriquecer nuestra mente, amplificar nuestro pensamiento y acompañarnos en la exploración de nuevas formas de ser. Pero también puede debilitarnos si sustituye lo que solo puede florecer en el esfuerzo, la introspección y la relación viva con el entorno.

Pensar con IA no es lo mismo que pensar a través de ella. La diferencia radica en quién mantiene el timón del pensamiento, en quién decide qué preguntas importan, qué sentidos tienen valor, y qué caminos merecen ser recorridos. En esta frontera difusa entre lo humano y lo artificial, entre la extensión y la dependencia, entre la simbiosis y la servidumbre, se juega quizás el futuro más íntimo y decisivo de la conciencia humana.

Referencias bibliográficas

Carr, N. (2010). The Shallows: What the Internet Is Doing to Our Brains. W. W. Norton.

Clark, A. (2003). Natural-Born Cyborgs: Minds, Technologies, and the Future of Human Intelligence. Oxford University Press.

Dehaene, S. (2009). Reading in the Brain: The New Science of How We Read. Viking Penguin.

Floridi, L. (2014). The Fourth Revolution: How the Infosphere is Reshaping Human Reality. Oxford University Press.

Hollan, J., Hutchins, E., & Kirsh, D. (2000). Distributed cognition: Toward a new foundation for human-computer interaction research. ACM Transactions on Computer-Human Interaction, 7(2), 174–196.

 

La Condena Inmortal: Una Exploración Psicológica Moderna de la Conciencia sin Muerte

Pública

Introducción

La inmortalidad ha sido un tema persistente en la cultura humana, desde los mitos antiguos hasta las propuestas contemporáneas de extensión radical de la vida mediante biotecnología y preservación cerebral. Este ensayo examina, desde una perspectiva psicológica integradora, las posibles transformaciones de la conciencia si un ser humano dejara de envejecer y no pudiera morir: su estructura de memoria, afectos, identidad, sentido existencial y filosofía de vida.

Memoria como gestión adaptativa del olvido

Una persona inmortal, expuesta a una acumulación indefinida de experiencias, podría padecer una serie de patologías psicológicas y neurológicas asociadas a la sobrecarga cognitiva y emocional. El sujeto podría experimentar una desconexión crónica del propio yo y del entorno debido a la imposibilidad de procesar y anclar su identidad en un marco temporal estable. Esta acumulación de recuerdos a lo largo de siglos podría erosionar la continuidad del yo, generando una sensación de «haber vivido demasiado para reconocerse», como señalan Simeon y Abugel (2006) en su estudio sobre la despersonalización.

En el ser humano, la memoria no opera como un archivo absoluto de datos, sino como un sistema dinámico y adaptativo. El olvido, lejos de ser un error, es una función vital del cerebro que permite mantener la coherencia de la experiencia y la eficiencia del pensamiento. Diversos estudios han confirmado que el sistema de control ejecutivo del cerebro, especialmente la corteza prefrontal dorsolateral, se encarga de inhibir la activación de recuerdos que interfieren con el procesamiento actual de la información, facilitando así la recuperación de recuerdos relevantes y eliminando la interferencia proactiva (Anderson & Green, 2001; Anderson & Hulbert, 2021).

La neurociencia ha demostrado que durante el sueño, particularmente en las fases REM y de sueño profundo, el cerebro no solo consolida memorias útiles, sino que también debilita o elimina conexiones sinápticas innecesarias. Este proceso, conocido como «downscaling sináptico», contribuye a mantener un equilibrio entre estabilidad y plasticidad neuronal (Tononi & Cirelli, 2014). En otras palabras, el olvido es un requisito fisiológico para aprender, adaptarse y mantener el funcionamiento mental.

Desde una perspectiva evolutiva, el olvido tiene una función selectiva: permite al organismo enfocar su energía cognitiva en aquello que es relevante para la supervivencia, el bienestar y la adaptación contextual. Richards y Frankland (2017) proponen que el olvido facilita la abstracción de conceptos generales a partir de experiencias particulares, desechando los detalles episódicos que ya no aportan valor informativo.

Ahora bien, si extrapolamos esta lógica a una conciencia inmortal, la necesidad de olvidar se convierte en una condición imprescindible para la estabilidad psíquica. Sin la posibilidad de olvidar, el individuo se enfrentaría a una saturación crónica de datos, lo que podría traducirse en síntomas comparables a una «demencia funcional por exceso de información»: confusión, dificultad para concentrarse, interferencia entre recuerdos y rigidez cognitiva (Salthouse, 2011).

Además, el individuo inmortal no solo tendría que gestionar la cantidad de recuerdos, sino también su carga emocional. Las memorias traumáticas o dolorosas podrían acumularse y reactivarse sin resolución, generando un estado de estrés crónico o hiperactivación emocional. La falta de un sistema eficaz de olvido emocional podría llevar a un colapso afectivo, asociado a estados de ansiedad permanente, disforia o incluso despersonalización.

Por ello, se hace necesario imaginar que una mente inmortal debería desarrollar mecanismos avanzados de transformación simbólica de la memoria. Es decir, convertir los recuerdos episódicos en patrones arquetípicos, en lecciones generales o en estructuras narrativas condensadas. Esta abstracción permitiría integrar siglos de vivencias en una historia coherente y flexible, manteniendo una identidad funcional a lo largo del tiempo (McAdams & McLean, 2013).

Sin este procesamiento simbólico, el yo narrativo podría fragmentarse, colapsado por la imposibilidad de dar sentido a una biografía interminable. En ese caso, el sujeto inmortal se enfrentaría a una crisis de identidad no por carencia de memoria, sino por su exceso. En última instancia, el olvido —como acto de selección, integración y desapego— no sería una limitación humana a superar, sino una herramienta fundamental de supervivencia mental en contextos de inmortalidad.

Emociones prolongadas y afectividad sostenible

En el marco de una existencia inmortal, la afectividad humana se enfrenta a una paradoja fundamental: si las emociones están diseñadas evolutivamente para adaptarse a contextos finitos, ¿cómo se reorganizan cuando el tiempo deja de tener límites? Uno de los pilares de la vida emocional humana es el vínculo afectivo, que se construye sobre la posibilidad de pérdida. Como sostiene Bowlby (1969/1982), los sistemas de apego se activan en contextos de amenaza o separación, y permiten regular el estrés a través de la cercanía emocional. En un sujeto inmortal, esta dinámica se vería radicalmente alterada.

La experiencia reiterada de pérdida —familias, amistades, comunidades y generaciones enteras— conllevaría un duelo continuo y acumulativo. La literatura clínica reconoce que el duelo, cuando no puede ser procesado adecuadamente, tiende a cronificarse y afectar la estabilidad emocional y conductual (Shear, 2015). En este sentido, el ser inmortal podría desarrollar un estado de desvinculación emocional como mecanismo defensivo ante la repetición del dolor. Esta desvinculación, más que indiferencia, sería una forma de preservar la integridad psíquica frente a un sufrimiento que no cesa.

Sin embargo, otra posibilidad teórica es que, en lugar de retraerse afectivamente, el sujeto evolucione hacia una forma de amor compasivo y desapegado, más cercano a la idea de metta en la tradición budista o al agape en la filosofía cristiana. Este tipo de afectividad, como han explorado Neff y Germer (2013) en el marco de la compasión auto-dirigida, no exige reciprocidad ni permanencia, sino presencia consciente y acompañamiento. En este escenario, el inmortal podría superar el patrón de apego tradicional y cultivar una sensibilidad ética basada en la aceptación del cambio constante.

Desde el punto de vista neurobiológico, las emociones están profundamente ligadas a los sistemas dopaminérgico y oxitocínico. Ambos circuitos están involucrados en la motivación social, el placer y la vinculación. Con el tiempo, sin estímulos nuevos ni vínculos estables, el sistema de recompensa podría experimentar una reducción en su respuesta, fenómeno vinculado a lo que se ha denominado «anhedonia relacional» (Pizzagalli, 2014). Esto podría traducirse en una incapacidad para establecer conexiones significativas con nuevos individuos, no por apatía, sino por una fatiga emocional estructural.

Asimismo, el modelo de regulación emocional propuesto por Gross (2015) plantea que las emociones no son reacciones automáticas, sino procesos modulables que pueden entrenarse. En un contexto de inmortalidad, la regulación emocional tendría que ser sofisticada, prolongada y resiliente, con herramientas internas capaces de dar sentido a la pérdida sin caer en el sufrimiento crónico. La meditación, el mindfulness, y otras prácticas de conciencia plena podrían desempeñar un rol esencial en la sostenibilidad emocional de una conciencia eterna.

En síntesis, las emociones de una persona inmortal podrían bifurcarse entre dos polos: una desvinculación emocional progresiva como respuesta adaptativa a la saturación de pérdidas, o una forma ampliada y consciente de compasión trascendente. La dirección dependería no solo de factores individuales, sino también del contexto, del aprendizaje emocional y del significado que el propio sujeto atribuya al dolor.

Identidad y aislamiento existencial

La identidad humana no es una estructura fija, sino un proceso dinámico de construcción simbólica que se sostiene en la interacción con el entorno social, cultural e histórico. Según Erikson (1950), el desarrollo del yo se organiza en etapas que responden a desafíos específicos de cada ciclo vital. Sin embargo, si un individuo viviera indefinidamente, esta secuencia se vería desbordada: las crisis propias de la adolescencia, la adultez o la vejez perderían su función estructurante, y la identidad quedaría sujeta a una constante reconfiguración.

En este escenario, el sujeto inmortal podría enfrentar una forma radical de aislamiento existencial. Como describe Yalom (1980), el aislamiento existencial es la conciencia de la irremediable separación entre el individuo y cualquier otro ser, incluso en contextos de conexión interpersonal. Esta forma de soledad se intensificaría en un ser que sobrevive a todas sus relaciones significativas, y que asiste a la desaparición recurrente de lenguajes, culturas y sistemas de valores.

Este tipo de experiencia podría generar un profundo desarraigo. Bronfenbrenner (1979) señala que el macrosistema cultural —compuesto por creencias, ideologías y estructuras sociales— influye directamente en la construcción de sentido. Si dicho macrosistema cambia constantemente y el individuo permanece, se rompería la sincronía necesaria entre el yo y el mundo, dando lugar a un estado de extrañamiento continuo. Esto podría producir síntomas cercanos a la desrealización, la alienación social o la anomia.

En términos narrativos, McAdams y McLean (2013) argumentan que la identidad se construye mediante la elaboración de una historia coherente que conecta el pasado, el presente y una proyección de futuro. Para una persona inmortal, este relato se volvería inabarcable. La acumulación de eventos, sin un horizonte temporal que los delimite, impediría estructurar una narrativa de vida con sentido de finalidad. El sujeto podría quedar atrapado en una biografía interminable, sin capítulos concluidos ni objetivos definitivos.

Una consecuencia posible de esta fragmentación sería la aparición de síntomas disociativos o estados de vacío existencial. La ausencia de una narrativa integrada afectaría la percepción de continuidad del yo, generando confusión identitaria o estados de apatía profunda. En su forma más extrema, esto podría conducir a una forma de desesperanza ontológica: la vivencia de que ningún relato, vínculo o propósito puede sostenerse frente a la eternidad.

Para mitigar estos efectos, el sujeto inmortal necesitaría mecanismos simbólicos renovables, es decir, sistemas de significado que puedan ser reformulados periódicamente. Esto implicaría no solo la capacidad de adaptación, sino también una profunda plasticidad ética y espiritual. Narrativas flexibles, prácticas introspectivas y pertenencias comunitarias efímeras pero significativas podrían actuar como anclajes temporales en un flujo histórico constante.

El sentido de la vida cuando no hay fin

La conciencia de la muerte ha sido, desde tiempos antiguos, uno de los principales motores de la búsqueda de sentido en la existencia humana. Filósofos como Camus (1942) afirmaban que el principal problema filosófico era el suicidio: la pregunta de si la vida merece ser vivida. La finitud, en este marco, otorga a cada acción humana una urgencia, una dirección y una significación específica. Sin la muerte como horizonte, ¿cómo se reconfigura el sentido vital en una existencia que no termina?

Bernard Williams (1973), en su ensayo «The Makropulos Case», argumentó que una vida inmortal, lejos de ser deseable, acabaría en tedio, indiferencia y pérdida de motivación. Según él, el sentido de los proyectos, deseos y vínculos se sostiene en su temporalidad limitada. Si el tiempo es infinito, los logros se diluyen y las experiencias se banalizan. El sujeto inmortal, privado de metas definitivas, podría sucumbir a una forma de apatía crónica o fatiga existencial.

Sin embargo, estudios contemporáneos han problematizado esta visión. Mitchell-Yellin (2021) propone que el vacío no proviene de la repetición en sí misma, sino de la incapacidad del sujeto para adaptarse a la transformación constante del entorno. En otras palabras, no es vivir para siempre lo que abruma, sino vivir sin una narrativa flexible que permita resignificar lo vivido en cada etapa.

Desde la psicología existencial, la búsqueda de sentido es entendida como una necesidad humana básica. Frankl (1946/2006), a través de su logoterapia, sostenía que incluso en los contextos más extremos —como los campos de concentración— las personas pueden encontrar un propósito que les permita sostener su existencia. En el caso de la inmortalidad, este propósito no puede ser un fin externo o alcanzable (como formar una familia, dejar un legado o alcanzar la trascendencia), sino una práctica constante de reinterpretación del presente.

La teoría del manejo del terror (Terror Management Theory), desarrollada por Greenberg, Pyszczynski y Solomon (1986), sostiene que la conciencia de la muerte impulsa a los individuos a construir sistemas de significado cultural que les permitan trascender simbólicamente. Sin esta conciencia de finitud, dichos sistemas perderían fuerza motivacional, lo que podría derivar en un colapso simbólico: las religiones, ideologías o proyectos sociales perderían su capacidad de sostener el sentido.

En este contexto, algunos autores han propuesto que la vida sin muerte requiere un nuevo tipo de espiritualidad o ética: no centrada en el logro, sino en la presencia. La psicología positiva, por ejemplo, ha destacado la importancia del sentido intrínseco (Steger, 2012): vivir motivado por la conexión con uno mismo, con los demás y con el mundo, sin necesidad de una finalidad externa. Este tipo de sentido se cultiva a través de la atención plena, la compasión, la creatividad y el asombro.

En consecuencia, una existencia inmortal exigiría un tránsito del sentido narrativo al sentido experiencial. Ya no se trataría de construir una historia con principio, desarrollo y final, sino de habitar el instante con profundidad, presencia y conciencia. Esto implica una ética del presente: vivir no por lo que se logra, sino por lo que se vive. En ese marco, la inmortalidad dejaría de ser un problema filosófico para convertirse en una práctica espiritual permanente.

Filosofía emocional y ética sin fin

En una existencia sin horizonte final, la filosofía emocional y la ética del vivir adquieren una dimensión radicalmente distinta. La conciencia de la mortalidad ha sido, históricamente, el fundamento de muchas posturas éticas: desde el carpe diem del epicureísmo hasta la noción de responsabilidad intergeneracional en el pensamiento moderno. En un escenario de inmortalidad, estas referencias temporales desaparecen, lo que exige una reconfiguración profunda de la vida emocional y de los principios que la guían.

Desde la perspectiva emocional, una vida sin fin podría derivar en una forma de atonía afectiva o desgaste emocional. Como ya se ha expuesto en apartados anteriores, la reiteración de experiencias podría provocar una disminución en la intensidad emocional, un fenómeno relacionado con el principio de habituación. Esto no implica la desaparición de las emociones, pero sí una transformación cualitativa: el gozo podría volverse menos eufórico pero más profundo, y el sufrimiento, menos agudo pero más difuso.

Frente a este panorama, algunas tradiciones filosóficas y espirituales ofrecen modelos útiles. El estoicismo, por ejemplo, propone una ética basada en la aceptación de lo que no puede cambiarse y en el cultivo de virtudes como la templanza, la sabiduría y la justicia (Hadot, 1998). Para un ser inmortal, esta ética del presente podría proporcionar una estructura sólida para sostener la coherencia emocional y la serenidad anímica. De manera similar, el budismo enseña que el sufrimiento surge del deseo de permanencia, y que la liberación consiste en aceptar la impermanencia de todo lo existente, incluso si uno mismo no cambia (Batchelor, 2015).

En el plano ético, la ausencia de muerte eliminaría muchos de los principios que orientan nuestras decisiones. La urgencia del tiempo, la necesidad de legado o el valor del sacrificio perderían su función. Esto podría llevar a una crisis de sentido moral. Sin embargo, también podría abrir la puerta a una ética de la presencia: actuar no por recompensa o trascendencia, sino por la autenticidad del acto en sí mismo. Esta idea encuentra eco en la ética del cuidado propuesta por Joan Tronto (1993), que pone el acento en la responsabilidad concreta hacia los otros en el aquí y el ahora.

Otra alternativa es lo que algunos autores han llamado la «ética de la renovación simbólica»: un principio según el cual el sujeto, en vez de buscar el cumplimiento de metas finales, se compromete a reinventar continuamente el significado de sus acciones, vínculos y proyectos. Esta postura requiere una emocionalidad abierta, capaz de habitar la incertidumbre y de encontrar valor en la repetición creativa.

En última instancia, la filosofía emocional de una persona inmortal tendría que articularse no en torno al logro ni a la trascendencia, sino en torno a la atención plena, la compasión estable y la presencia lúcida. Vivir no para alcanzar algo, sino para sostener la conciencia. Esta ética sin fin no es un vacío, sino una oportunidad de cultivar formas profundas de sabiduría emocional.

 

Bibliografía 

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Anderson, M. C., & Hulbert, J. C. (2021). Active forgetting: Adaptation of memory by prefrontal control. Annual Review of Psychology, 72, 1–36. https://doi.org/10.1146/annurev-psych-072720-094140

Batchelor, S. (2015). After Buddhism: Rethinking the Dharma for a secular age. Yale University Press.

Bowlby, J. (1982). Attachment and loss: Vol. 1. Attachment (2nd ed.). Basic Books. (Original work published 1969)

Bronfenbrenner, U. (1979). The ecology of human development: Experiments by nature and design. Harvard University Press.

Camus, A. (1942). Le mythe de Sisyphe. Gallimard.

Erikson, E. H. (1950). Childhood and society. Norton.

Frankl, V. E. (2006). El hombre en busca de sentido (20.ª ed.). Herder. (Obra original publicada en 1946)

Greenberg, J., Pyszczynski, T., & Solomon, S. (1986). The causes and consequences of a need for self-esteem: A terror management theory. In R. F. Baumeister (Ed.), Public self and private self (pp. 189–212). Springer.

Gross, J. J. (2015). Emotion regulation: Current status and future prospects. Psychological Inquiry, 26(1), 1–26. https://doi.org/10.1080/1047840X.2014.940781

Hadot, P. (1998). The inner citadel: The Meditations of Marcus Aurelius. Harvard University Press.

McAdams, D. P., & McLean, K. C. (2013). Narrative identity. Current Directions in Psychological Science, 22(3), 233–238. https://doi.org/10.1177/0963721413475622

Mitchell-Yellin, B. (2021). Reflections on meaning and immortality. Ergo: An Open Access Journal of Philosophy, 8, 8. https://doi.org/10.3998/ergo.1145

Neff, K. D., & Germer, C. K. (2013). A pilot study and randomized controlled trial of the mindful self-compassion program. Journal of Clinical Psychology, 69(1), 28–44. https://doi.org/10.1002/jclp.21923

Pizzagalli, D. A. (2014). Depression, stress, and anhedonia: Toward a synthesis and integrated model. Annual Review of Clinical Psychology, 10, 393–423. https://doi.org/10.1146/annurev-clinpsy-050212-185606

Richards, B. A., & Frankland, P. W. (2017). The persistence and transience of memory. Neuron, 94(6), 1071–1084. https://doi.org/10.1016/j.neuron.2017.04.037

Salthouse, T. A. (2011). What cognitive abilities are involved in trail-making performance? Intelligence, 39(4), 222–232. https://doi.org/10.1016/j.intell.2011.03.001

Shear, M. K. (2015). Complicated grief. The New England Journal of Medicine, 372(2), 153–160. https://doi.org/10.1056/NEJMcp1315618

Steger, M. F. (2012). Making meaning in life. Psychological Inquiry, 23(4), 381–385. https://doi.org/10.1080/1047840X.2012.720832

Tononi, G., & Cirelli, C. (2014). Sleep and the price of plasticity: From synaptic and cellular homeostasis to memory consolidation and integration. Neuron, 81(1), 12–34. https://doi.org/10.1016/j.neuron.2013.12.025

Tronto, J. C. (1993). Moral boundaries: A political argument for an ethic of care. Routledge.

Williams, B. (1973). The Makropulos case: Reflections on the tedium of immortality. In J. Feinberg (Ed.), Reason and responsibility (pp. 73–92). Wadsworth.

Yalom, I. D. (1980). Existential psychotherapy. Basic Books.

 

La Brecha Tecnológica y sus Consecuencias Cognitivas: Una Mirada al Futuro

Pública

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En la actualidad, el avance de las tecnologías digitales ha transformado de manera irreversible la vida de las sociedades occidentales y aquellas con acceso extendido a Internet, dispositivos inteligentes y redes sociales. Sin embargo, una parte significativa de la población mundial sigue viviendo con un acceso limitado o nulo a estas tecnologías. Este desequilibrio plantea una interrogante clave para el futuro: ¿estamos generando una brecha tecnológica que, además de las diferencias socioeconómicas, podría derivar en desigualdades cognitivas y de salud mental? La posibilidad de que ciertos grupos de la humanidad sufran patologías atencionales inducidas por el uso excesivo de la tecnología, mientras otros permanezcan inmunes a tales efectos, podría cambiar la dinámica global de las próximas décadas e incluso del próximo siglo.

La Brecha Tecnológica: Acceso y Consecuencias

Los países con un alto grado de digitalización han experimentado una expansión sin precedentes del tiempo de pantalla. Niños y adultos interactúan cada vez más con dispositivos que alteran su atención y comportamiento cognitivo. Investigaciones como el meta-análisis publicado en JAMA Pediatrics (2019) han vinculado el aumento del tiempo de pantalla con problemas de atención en niños y adolescentes (Boers et al., 2019). Otro estudio en Journal of Attention Disorders (2022) ha encontrado una asociación moderada entre el uso de redes sociales y síntomas relacionados con el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) (Kardefelt-Winther, 2022). Estas evidencias sugieren que las sociedades inmersas en la tecnología están experimentando cambios neurológicos y conductuales que podrían definir la salud mental de las próximas generaciones.

Por otro lado, existen regiones donde el acceso a la tecnología sigue siendo limitado. En países con infraestructuras tecnológicas precarias, las interacciones humanas y los entornos naturales continúan siendo las principales fuentes de estimulación cognitiva. Paradójicamente, esto podría significar que las poblaciones con menor acceso a la tecnología estarían exentas de desarrollar las patologías atencionales inducidas por el uso masivo de dispositivos digitales.

Efectos Diferenciados en la Cognición y la Atención

Los países tecnológicamente avanzados han visto un incremento en la prevalencia de trastornos relacionados con la atención, la ansiedad digital y el deterioro de la capacidad de concentración debido al consumo constante de contenido fragmentado. Fenómenos como el infinite scrolling han sido analizados en revisiones sistemáticas como la de International Journal of Human-Computer Studies, sugiriendo que este tipo de diseño digital altera la regulación cognitiva y refuerza patrones de atención superficial (Baumgartner et al., 2021). En contraste, comunidades con menor acceso a dispositivos digitales pueden mantener un modelo de atención sostenida, favoreciendo la concentración en tareas a largo plazo y preservando habilidades cognitivas tradicionales.

Escenarios Futuros: Un Mundo Dividido por la Tecnología

Proyectando esta brecha hacia los próximos cien años, podríamos estar ante diversos futuros, a continuación se exponen tres de las principales hipótesis:

El Auge de la Cognición Fragmentada: En sociedades tecnológicamente avanzadas, el procesamiento cognitivo podría evolucionar hacia una modalidad hiperconectada pero fragmentada, caracterizada por una reducción de la atención profunda y una dependencia de algoritmos que gestionan la información por los usuarios. A medida que los dispositivos digitales se integran aún más en la vida cotidiana, las personas podrían desarrollar una menor capacidad de introspección y análisis crítico, confiando cada vez más en recomendaciones automáticas y en la información sintetizada por la inteligencia artificial. Esta transformación podría dar lugar a generaciones con una menor habilidad para la resolución de problemas complejos y el pensamiento estratégico, lo que afectaría ámbitos como la educación, la investigación científica y la toma de decisiones políticas y económicas (Carr, 2020).

 

El Refugio de la Cognición Tradicional: En comunidades menos tecnologizadas, la cognición podría preservarse en su forma más tradicional, con habilidades de atención prolongada, pensamiento reflexivo y menor dependencia de la tecnología para resolver problemas cotidianos. Estas poblaciones podrían beneficiarse de una mayor estabilidad emocional y una menor exposición a los problemas de ansiedad y distracción digital que afectan a los países más avanzados tecnológicamente. Sin embargo, la desventaja de este escenario sería la exclusión de estas comunidades del acceso a herramientas de conocimiento y desarrollo tecnológico que podrían mejorar su calidad de vida. A largo plazo, esta brecha podría generar una nueva forma de desigualdad en la que ciertos grupos conserven habilidades cognitivas tradicionales pero carezcan de oportunidades en un mundo cada vez más digitalizado (Twenge, 2017).

 

Hibridación Cognitiva: Un posible escenario intermedio sería el surgimiento de estrategias de adaptación donde individuos expuestos a la tecnología aprenden a regular su interacción con ella, promoviendo hábitos de uso saludable y técnicas de atención sostenida. En este modelo, la educación jugaría un papel crucial, fomentando el uso equilibrado de la tecnología y la aplicación de técnicas como el mindfulness digital, pausas estratégicas y el desarrollo de habilidades de pensamiento crítico. La neurociencia y la psicología podrían colaborar en el diseño de entornos digitales que minimicen los efectos negativos sobre la atención y fomenten un procesamiento cognitivo más profundo (Gazzaley & Rosen, 2016). De esta manera, la tecnología no sería vista como una amenaza, sino como una herramienta a la que se puede acceder con conciencia y regulación para evitar impactos negativos en la atención y el bienestar mental.

 

La brecha tecnológica está generando no solo desigualdades en el acceso a la información y los recursos económicos, sino también posibles divergencias en la estructura cognitiva de la humanidad. Si el acceso a la tecnología sigue moldeando la atención y el procesamiento cognitivo de manera desigual, podría dar lugar a una división entre poblaciones hiperconectadas con problemas atencionales y poblaciones con menor tecnologización que mantengan habilidades cognitivas tradicionales. La clave para mitigar estos efectos radica en el desarrollo de estrategias que permitan integrar la tecnología sin comprometer la salud atencional de las próximas generaciones.

 

 

 

Bibliografía

  • Baumgartner, S. E., van der Schuur, W. A., Lemmens, J. S., & te Poel, F. (2021). The relationship between media multitasking and attention problems in adolescents: A longitudinal study. International Journal of Human-Computer Studies, 154, 102675.
  • Boers, E., Afzali, M. H., Newton, N. C., & Conrod, P. (2019). Association of screen time and depression in adolescence. JAMA Pediatrics, 173(9), 853–859.
  • Carr, N. (2020). The shallows: What the Internet is doing to our brains. W. W. Norton & Company.
  • Gazzaley, A., & Rosen, L. D. (2016). The distracted mind: Ancient brains in a high-tech world. MIT Press.
  • Kardefelt-Winther, D. (2022). How does the time children spend using digital technology impact their mental well-being? Journal of Attention Disorders, 26(4), 459-472.
  • Twenge, J. M. (2017). iGen: Why today’s super-connected kids are growing up less rebellious, more tolerant, less happy – and completely unprepared for adulthood. Atria Books.

 

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