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Resumen

La mayor parte de los modelos clínicos describen el sufrimiento psíquico desde adentro (sesgos cognitivos, afectos desregulados, circuitos neurobiológicos) o desde arriba (categorías diagnósticas y trayectorias vitales). En este ensayo se propone desplazar el foco hacia el espacio relacional donde las identidades se negocian, se confirman o se fracturan. Se denomina desfragmentación identitaria ecológico-vincular al proceso por el cual la autoexperiencia de la persona deja de acoplarse con las versiones de sí que circulan en su entorno significativo. Esta desincronía sostenida erosiona la continuidad del Yo y se traduce en sufrimiento emocional y desregulación psicobiológica. Para fundamentar este planteamiento se integran tradiciones clásicas y contemporáneas: looking-glass self, Yo dialógico, identidad narrativa, autoverificación, ecología del desarrollo, autoconstrucciones culturales, procesamiento predictivo, teoría polivagal, social baseline theory y modelos de redes de síntomas, todas ellas con el fin de sostener que la coherencia identitaria relacional constituye un mecanismo transdiagnóstico de primer orden.

Hacia un Yo ecológico

Entender el Yo como proceso y no como sustancia fija constituye una intuición fundacional de la psicología moderna. James (1890) distinguía entre el Yo como agencia experiencial y el Mí como objeto de conocimiento, subrayando que la continuidad del self es una tarea narrativa permanente que compone y recompone la experiencia en el tiempo. La sociología temprana amplió esa perspectiva con el looking-glass self de Cooley (1902), según el cual las personas internalizan la mirada ajena y, al hacerlo, organizan su autoimagen. Desde el interaccionismo simbólico, Mead sostuvo que el Yo emerge en la negociación de roles y significados, idea que resuena con desarrollos contemporáneos como el Yo dialógico de Hermans (2001), donde distintas “posiciones” internas conforman un sistema polifónico.

En el terreno psicológico, la identidad como relato vital, que da coherencia a la biografía, orienta el deseo y organiza metas, fue tematizada por McAdams (2001). Pero ese relato no ocurre en el vacío: se ecologiza en redes de vínculos, instituciones y prácticas culturales (Bronfenbrenner, 1979). Las diferencias culturales en la articulación del self (independiente/interdependiente) muestran que la coherencia identitaria es inseparable de sus guiones socioculturales (Markus y Kitayama, 1991). De aquí se desprende una tesis central: la salud del self no puede evaluarse al margen de los contextos que lo hacen posible, ni de los marcos de reconocimiento que confieren legitimidad a ciertas versiones de uno mismo frente a otras.

Fragmentación identitaria como dinámica ecológica

Se propone denominar coherencia identitaria relacional al grado de acoplamiento operativo entre la autoexperiencia (“quién soy cuando me cuento”) y las asignaciones identitarias que circulan efectivamente en un ecosistema vincular (“quién dicen que soy”, “cómo me tratan”). No se trata de unanimidad ni de simetría, sino de equivalencia entre posiciones del Yo. La literatura empírica ofrece antecedentes relevantes: la claridad del autoconcepto se asocia a un mejor ajuste psicológico (Campbell et al., 1996); la diferenciación del self entre contextos puede anticipar malestar cuando es extrema o desarticulada (Donahue et al., 1993); la autoverificación describe la tendencia a buscar entornos que confirmen una autoimagen coherente, incluso si no es positiva (Swann, 1987); y la discrepancia del self explica el impacto afectivo de la distancia entre el “yo real”, el “ideal” y el “debería” (Higgins, 1987).

La desfragmentación identitaria ecológico-vincular nombra el fracaso crónico de esa equivalencia: cuando múltiples versiones de uno mismo coexisten sin puentes narrativos ni pactos de reconocimiento, el relato se interrumpe, las emociones dejan de funcionar como señales contextuales y la experiencia de continuidad del Yo se erosiona. Esta desarticulación se vuelve especialmente patógena cuando se distribuye en varios sistemas (familia, pareja, trabajo), instaurando un patrón de vulnerabilidad regulatoria persistente.

Mecanismos psicobiológicos y redes de mantenimiento

El marco del procesamiento predictivo ofrece una lectura mecanicista de esta dinámica. El cerebro minimiza la incertidumbre ajustando modelos generativos de los estados internos y del entorno (Friston, 2010). Aplicado al self, la identidad funciona como un modelo de «mí mismo” que anticipa cómo seré percibido y qué consecuencias tendrán mis acciones (Hohwy, 2013). Si el entorno devuelve señales incompatibles con ese modelo, por ejemplo, trato hostil cuando se anticipa reconocimiento, se multiplican los errores de predicción: el sistema debe revisar creencias, cambiar de contexto o activar defensas atencionales y afectivas. Cuando el desajuste es sostenido y multisistémico, el coste energético de mantener la autorregulación se dispara, deteriorando la fluidez identitaria.

Este coste se incrementa si fallan las condiciones de seguridad. La teoría polivagal sugiere que la neurocepción de seguridad organiza la coreografía autonómica del vínculo; su interrupción favorece estados defensivos que enturbian la sintonía social (Porges, 2011). En paralelo, la social baseline theory plantea que el cerebro asume el apoyo social como línea de base; sin él, toda regulación es más costosa (Beckes y Coan, 2011). Desde la psicología social, la pertenencia a múltiples grupos introduce reglas de identidad potencialmente incompatibles (Tajfel y Turner, 1979), y la complejidad de identidad social explica cómo la integración (o colisión) de esas pertenencias modula la vulnerabilidad (Roccas y Brewer, 2002).

Los modelos de redes en psicopatología muestran cómo, una vez iniciada, la desfragmentación puede autoperpetuarse: nodos como incongruencia identitaria, rumiación, despersonalización o evitación social pueden adquirir centralidad y puentear subsistemas sintomáticos, manteniendo el cuadro clínico (Borsboom, 2017; ver también Robinaugh et al., 2020). En términos transdiagnósticos, la desfragmentación actuaría como mecanismo mantenedor que conecta diferentes síndromes, con afinidad al enfoque dimensional de los procesos nucleares (Barlow et al., 2014) y a la lógica de dominios funcionales propuesta por los Criterios de dominio de Investigación (Insel et al., 2010).

Pluralidad habitada versus multiplicidad desbordada

La multiplicidad del self es ubicua y, en muchos casos, adaptativa: permite modular la conducta según normas contextuales y expectativas relacionales (Markus y Kitayama, 1991). La cuestión clínica no es “cuántos Yoes” hay, sino cómo se articulan. La teoría del Yo dialógico ofrece un andamiaje conceptual para pensar meta posiciones que organicen la polifonía interna (Hermans, 2001), mientras que la identidad narrativa aporta herramientas para integrar temporalmente la experiencia (McAdams, 2001). El puente operativo entre ambas es la mentalización, entendida como la capacidad de representar estados mentales propios y ajenos como opacos pero legibles, y de sostener tensiones entre perspectivas sin colapso (Fonagy y Target, 1997). Allí donde la mentalización se debilita, por trauma relacional temprano, adversidad crónica o entornos disociativos, la pluralidad deja de ser habitada y se convierte en multiplicidad desbordada.

El marco del trauma complejo profundiza esta transición. Herman (1992) mostró cómo la violencia relacional sostenida disloca el sentido de continuidad personal, mientras que la disociación estructural describe organizaciones del self en las que partes con funciones defensivas quedan segregadas de la experiencia cotidiana (van der Hart, Nijenhuis, y Steele, 2006). La dimensión somática de esta fragmentación (hiper/hipo activación, anestesia afectiva) ha sido ampliamente documentada (Van der Kolk, 2014). En este horizonte, la desfragmentación ecológico-vincular no es un rasgo idiosincrásico, sino un modo de adaptación que se cronifica en ausencia de reconocimiento y sostén.

Clínica del reconocimiento: reparar puentes sin uniformar

Un corolario importante es clínico: el objetivo no es uniformar, sino restaurar la coherencia en la diversidad. Ello requiere, primero, evaluar el alineamiento identitario en clave ecológica: no sólo “¿cómo te ves?”, sino “¿qué versiones tuyas sostienen o impugnan quienes más pesan en tu vida?” y “¿qué reglas de pertenencia y reconocimiento rigen esos contextos?” (Swann, 1987). Segundo, intervenir en la traducción, combinando dispositivos narrativos (reconstrucción biográfica, elaboración de scripts identitarios), trabajos sistémicos (renegociación de pactos de reconocimiento) y experiencias encarnadas que reanuden la sintonía intercorporal (McAdams, 2001; Hermans, 2001). Tercero, fortalecer la mentalización como función metarreguladora; la evidencia del tratamiento basado en la mentalización sugiere que incrementar la capacidad reflexiva mejora la integración del self y reduce patrones relacionales desorganizados (Bateman y Fonagy, 2004).

Desde un prisma transdiagnóstico, estas intervenciones buscan mover nodos y puentes en la red sintomática: reducir la centralidad de la incongruencia identitaria, reinstalar seguridad relacional (Porges, 2011), y sustituir ciclos de rumiación/evitación por bucles de exploración/aprendizaje. En términos de evaluación, se sugiere complementar medidas de claridad del self (Campbell et al., 1996) y diferenciación contextual (Donahue et al., 1993) con monitoreo ecológico (EMA), informantes múltiples y análisis de redes dinámicas para mapear el acoplamiento/desacople identitario en tiempo real (Robinaugh et al., 2020).

Consideraciones culturales y epistemológicas

La coherencia no debe confundirse con conformidad. La presión por la homogeneidad identitaria puede patologizar variaciones legítimas y culturalmente sancionadas. Dado que la forma social de la coherencia varía entre culturas y subculturas (Markus y Kitayama, 1991), cualquier criterio clínico debe situarse en su ecología sociocultural (Bronfenbrenner, 1979). Epistemológicamente, pensar el self como institución social encarnada obliga a articular niveles de análisis: neurobiológico, psicológico, relacional y cultural. En vez de postular una ontología cerrada del Yo, la propuesta actúa como principio regulativo: donde los pactos de reconocimiento fallan de modo crónico y no hay metarrelatos que contengan la diversidad, aumenta la probabilidad de sufrimiento.

Metodológicamente, el reto es operacionalizar la coherencia identitaria relacional sin empobrecerla: combinar medidas dimensionales, tareas de atribución recíproca, registros fisiológicos ligados a seguridad/amenaza (polivagal) y modelos de red que identifiquen síntomas puente y nodos centrales susceptibles de intervención (Borsboom, 2017; Porges, 2011).

Conclusión

Releer la psicopatología desde la desfragmentación identitaria ecológico-vincular no sustituye los enfoques neurobiológicos ni intrapsíquicos, pero los recontextualiza: el self se hace, y a veces se deshace, en una trama de vínculos y expectativas recíprocas. Cuando esa trama pierde sus traductores y se rompen los pactos de reconocimiento, la continuidad del Yo se erosiona y el sufrimiento se organiza. La clínica deviene entonces un arte de la traducción y del reconocimiento: reinstalar seguridad, tejer relatos que vuelvan comunicables las voces internas y renegociar, en los vínculos que importan, condiciones para habitar una pluralidad integrada.

 

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